Yo no sé ni me importa lo que es el movimiento LGTB, que es un concepto ideológico. Sí sé lo que es un gay, que para mí es un concepto estético. Cuando yo era niño, a finales de los setenta y principios de los ochenta, los mejores amigos de mis padres eran Raúl y Roberto. Lo fueron toda su vida. Hoy, Roberto y mi madre han muerto, pero Raúl y mi padre siguen vivos. Los nombres de Raúl y Roberto son ficticios, pero ellos son reales: conste en acta.
Raúl y Roberto eran para mí un todo inseparable. Cuando Raúl llamaba a casa yo gritaba "¡mamá, son Raúl y Roberto!". Y lo mismo cuando llamaba Roberto. Ahora me los imagino cogiendo el teléfono a cuatro manos, estirando del cable cada uno por su lado y berreándole al auricular a dos voces, y la escena me parece digna de un sketch de Epi y Blas.
Mi madre había conocido a Raúl mientras trabajaba como modelo de fotonovelas. En esas fotonovelas, mi madre actuaba siempre con otros dos modelos: el villano y el héroe. En la vida real, los dos eran casi siempre gays.
Raúl trabajaba en el sector editorial y su círculo era el de la bohemia de la época: fotógrafos, escritores, periodistas y dibujantes de cómic. Muchos de ellos, gays. Yo era muy pequeño para tener una memoria clara de ello, pero recuerdo entre brumas cenas en casa de mis padres con personajes dignos de una película de Federico Fellini.
Raúl era un tipo burgués, bon vivant y elitista en lo cultural y lo gastronómico. Roberto adoraba a Felipe González, pero sobre todo a Alfonso Guerra, y le encantaba tocarle los cojones a mi abuela, que no tragaba a González pero aún menos a Guerra.
Fueron ellos, Raúl y Roberto, los que me descubrieron a lo largo de los años las tiras de Charlie Brown, los Teleñecos, las canciones de Barbra Streisand y el mítico concierto en La Fusa de Vinicius de Moraes con Maria Creuza y Toquinho. También las villanas de Disney y por encima de todas ella Maléfica, las películas de Woody Allen, Alien, Blade Runner, Con faldas y a lo loco, Cabaret, A Chorus Line, My Fair Lady, Victor o Victoria –que me encantaba– y la música de Jacques Brel y Kurt Weill. Además de las revistas de cómics Zona 84, Cimoc, Cairo y Creepy. Pero, sobre todo, Los 5000 dedos del Doctor T, la película con la escena más gay de la historia del cine, protagonizada por el villano más gay de la historia del cine. Yo habría ido al colegio vestido como él si hubiera podido: no me merecía menos.
Hans Conried “Do Mi Do Duds” The 5000 Fingers of Dr. T (1953) from k.a. applegate on Vimeo.
Contaba mi madre que un día, con cuatro o cinco años, le pregunté a Raúl "¿y tú por qué no tienes mujer?" y que él me respondió "porque yo no tengo mujer, tengo a Roberto". Contaba también mi madre que la revelación cayó en mí como si me hubieran dicho que el agua moja. Respondí "ah" y continué jugando con mi barco pirata de Famobil con la tranquilidad de que en el mundo existe una lógica subterránea: la gente suele quererse y el que tiene la suerte de recibir ese cariño es a veces un hombre y a veces una mujer. No me pareció que la cosa tuviera mayor misterio. Aún me dura la indiferencia oceánica hacia la sexualidad de los demás, que me aburre sobremanera, y quizá por eso me repelen tanto aquellos que la convierten en ideología.
Por casa de mis padres corre un retrato gigante de mi madre dibujado por Pepe González. Pepe, que murió en 2009, fue uno de los mejores dibujantes españoles de los años setenta y ochenta. Fue él quien en 1971 revitalizó un personaje secundario de la editorial americana de cómics Warren y la convirtió en un icono de la época. El personaje era Vampirella y las modelos que utilizó Pepe para dibujarla, con su eterno trikini rojo, fueron básicamente dos: una chica alemana llamada Margot y mi madre. En algunas viñetas, las que Pepe dibujaba con su estilo más realista, se puede reconocer claramente a las dos. Pepe también era gay.
De vez en cuando, sin embargo, la realidad hacía acto de presencia. Raúl y Roberto odiaban a los taxistas. Un día me explicaron el porqué: durante el franquismo, muchos de ellos actuaban como informadores de la Policía. Los gays de la época evitaban en la medida de lo posible subirse a un taxi, y mucho menos en compañía de su pareja, porque la probabilidad de que el conductor acabara contándole a los grises lo que se cocía en tal o cual bar era muy alta.
Repito que todo lo gay era para mí un concepto estético más que ideológico o sexual. Todo lo que llegaba a través de Raúl y Roberto era, sencillamente, más bonito, más original, más divertido, más elegante y más excitante que la aburrida grisura de la cultura que consumían mis amigos y los padres de mis amigos. A mí jamás me importó un pimiento Disneylandia más allá de sus villanas. En cambio, Gaylandia me dio la mitad de mi educación cultural.
Ahora veo el Orgullo y, aunque entiendo su propósito y lo comparto, no reconozco ni uno solo de los rasgos de mi Gaylandia original en ese botellón de chabacanería XXL, de orgullosa incultura, de sectarismo de campo de reeducación y de rampante vulgaridad estética. De tipos chuzados y que apenas pueden sostenerse en pie gritándole "hijos de puta" a gente que se ha partido la cara contra la única verdadera extrema derecha que existe en este país, la nacionalista. De tipos lanzando escupitajos, botellas y orines, pero sobre todo mentiras, contra un partido del que no podrían citar una sola medida que haya perjudicado uno solo de sus derechos.
Me pregunto si son conscientes de que hoy son ellos los taxistas y de que el jefe de la Policía que pide "consecuencias" contra los ciudadanos desviados es uno de los suyos. Felicidades porque han conseguido la igualdad total, pero por abajo: ahora ya son ellos los franquistas.