El último icono mediático de la sociedad del siglo XXI se llama Greta Thundberg, una adolescente sueca implicada en la lucha contra el cambio climático, y cuya cruzada le ha llevado a pronunciar conferencias en todos los puntos del Globo.
Greta fue la creadora de los FridaysForFuture, en el marco de los cuales críos del mundo entero se manifiestan en favor del medio ambiente. La causa no puede ser más noble, más necesaria ni más justa, pero dejando de lado el fondo de su reivindicación, yo sólo puedo pensar en Greta, que tiene 16 años y la agenda de una líder mundial. Greta, que no va de fiesta con sus amigas, que no se enamora de un chico de su clase, que desconoce la feliz intimidad del anonimato. Greta, que ha pasado de ser una niña a llenarse el alma de una carga pesadísima.
Mirad las fotos de Greta y probad a encontrar alguna en la que pose con la feliz despreocupación que corresponde a su edad. Greta tiene la sonrisa apagada de una vieja prematura, y la mirada pétrea de las personas que ya lo han visto todo. No dudo de la buena intención que impulsa a Greta y a quienes la animan en su cruzada, pero a esta cría se le está robando una etapa vital a la que no se regresa.
A Greta, sin embargo, la han invitado a liderar una lucha gigantesca que sobrepasa fronteras y que, desgraciadamente, no conoce consensos. Por eso algunos aman a Greta y otros la odian, unos la veneran y otros se burlan de ella, unos la utilizan y otros la desprecian. Cuando la fuerza de los segundos sea más palpable que la de los primeros ¿lo soportará Greta? ¿Está esta chiquilla preparada para la mofa, el escarnio, el linchamiento, o se quebrará como un juguete roto cuando sus contradicciones sean carne de portada?
Dicen que ojalá hubiese muchas más Gretas Thundberg, pero no sé si merece la pena. Dejad crecer a los niños, madurar a los adolescentes. Que no quemen etapas, que no vean sus sueños manipulados. Que no les obliguen a ser adultos antes de tiempo, a enfrentarse a responsabilidades que les superan y les arrebatan el bien irrecuperable de la infancia y la primera juventud.
Tiempo habrá para la pelea de los adultos, para el valor, para la gallardía. No puedes mandar a un niño a tomar una colina en mitad de una guerra: será el más arrojado, porque no tiene conciencia del peligro, y por eso es también más vulnerable y está más necesitado de protección.
Cuando yo tenía 12 años hubo otra Greta Thundberg. Se llamaba Samantha Reed Smith, y era una americana de mi edad que, en plena Guerra Fría, tuvo la ocurrencia de escribir una carta a Yuri Andropov para pedirle que no bombardease Estados Unidos.
Andropov contestó a la niña invitándola a visitar la Unión Soviética, y Samantha se convirtió entonces en una especie de embajadora pacifista que iba de un país a otro hablando de amor, alegría y concordia. Samantha tenía quince años cuando la avioneta que la llevaba a una conferencia en Escandinavia se salió de la pista. Murieron ella y su padre.
Y hoy me doy cuenta de que los últimos años de esta niña fueron un ir y venir entre ciudades extrañas y países desconocidos, rodeada de adultos y marcada por horarios bárbaros. Hoy, nadie recuerda su nombre, y me temo que tampoco sus esfuerzos por lograr la paz mundial.