Indignación. Ni santa ni sorda. Aguda, punzante, ácida.
Los veo salir riendo: “libertad”, “follar”, “Argelia”, “chica”, “hachís”, “agur”. Un vídeo les sale al paso, las caras pixeladas. No estuvieron allí, no hicieron nada, dicen. Una manada más, la de Bilbao.
Inútil reprochar a las que se llaman a sí mismas feministas su ausencia, su clamoroso silencio. Hace tiempo que no espero encontrarlas en todas las causas justas sino sólo en las que no tienen que elegir entre dos principios porque, si es así, la mujer nunca gana.
Hoy es el origen o la nacionalidad de los agresores, mañana la filiación política de la agredida, pasado, respetar las costumbres ajenas aunque atenten contra la libertad o la dignidad de las mujeres. Porque en su enorme hipocresía desconocen que la indignación, si es legítima, no entiende de conflictos ni de intereses.
Por eso esa joven, niña casi, vivirá su dolor en silencio, sin hermanas que la acompañen, que le hagan saber su ira, que le digan que la creen. Los agresores pertenecen al colectivo equivocado. Mala suerte.
Pero no sé si consuela el apoyo o si duele tanto el silencio como para borrar lo ocurrido. Ellos salen de la comisaría riendo. Ella queda encerrada en una cárcel de dolor y miedo de la que tardará en salir.
Leo el testimonio de la madre del chico apaleado por defender a su hermana de 14 años de quienes la acosaban. No muestra su rostro, por temor. Dice que pensaron en no denunciar “por miedo a las represalias”. Primero fueron seis, luego se sumaron cinco más. La mandíbula rota en varios trozos. Ya han detenido a uno de ellos, el que le dio el primer puñetazo. Mohamed M., 20 años, marroquí.
He hablado de argelinos, he hablado de marroquíes, he hablado de manadas. Sólo de las dos últimas cuando escribo esto. Y sí, me creerán racista por mencionar estas cuestiones. Incluso por parecer que contribuyo a ese estado de opinión que puede llevar al prejuicio, a la ira colectiva y hasta a la injusticia. Sentimientos que circulan ya por las RRSS como una culebra interminable que va engordando con cada nuevo caso, sea cierto o falso.
Recordarán que en la Nochevieja de 2015 se dio una oleada de agresiones sexuales en Alemania, especialmente en Colonia. En esta ciudad, de los 183 que fueron acusados de estos delitos, 55 eran marroquíes, 53 argelinos, 22 iraquíes, 14 sirios y 14 alemanes.
La reacción de las autoridades fue, en primer lugar, el silencio informativo. La prioridad era que en ningún caso se relacionase la llegada de refugiados con estos hechos. Cuando el número de víctimas obligó a reconocerlos, la alcaldesa de Colonia Henriette Reker –que seguramente se tenía por feminista– llegó a manifestar que las mujeres debían seguir un "código de conducta", a fin de evitar futuros ataques –como si impedir ser agredidas fuese responsabilidad de las mujeres–.
Llegada la siguiente Nochevieja, de hecho, se habilitó una zona segura –sólo para mujeres– en la berlinesa Puerta de Brandenburgo para que pudiesen celebrar la fiesta sin temor a ser atacadas.
Durante nada más y nada menos que 16 años –entre 1997 y 2010– en la ciudad inglesa de Rotherham se vivió un horror consistente en el abuso sexual reiterado y la prostitución de menores inglesas por parte de mafias paquistaníes. Era un secreto a voces, alertaron de él algunas trabajadoras sociales, pero durante años no se quiso investigar para evitar el estigma del racismo. En 2014 Theresa May, siendo ministra del Interior culpó sin ambages a “la corrección política generalizada” de que se hubiese ignorado y mantenido durante años una vergüenza semejante y, sobre todo, que se hubiese dejado solas a las víctimas.
Y así llegamos a una cuestión que creo importante: ¿Quién alienta el racismo? ¿El que oculta la realidad o la maquilla para no provocar según qué sentimientos? ¿El que se limita a actuar conforme a Derecho sin otra consideración que evitar y castigar el delito sea quien sea quien lo cometa?
Yo creo que lo incita el primero. Porque pone por delante su sensibilidad a las consecuencias que ésta provoca. Porque no tiene en cuenta a las víctimas. Porque olvida que el sentimiento de injusticia es uno de los sentimientos más potentes. Porque el temor hacia el extranjero, hacia el que no se conoce, es ancestral. Porque la integración –real, sin excepciones– es la mejor arma contra el racismo.
Lo contrario, una cerilla y un bidón de gasolina.