Estoy descubriendo en este mismo momento el invierno cálido de Galicia, sentado en la playa, abrochándome la cremallera de la sudadera creyendo rematar esta frase.
Escribir en el móvil a pie de arena me transporta a la fantasía del enviado especial, el reportero repleto de convicciones, con la moral desbordada, gran tuitero, fiel seguidor de las doctrinas que entienden el periodismo como un sacerdocio sin cinismo, en fin, quizá sea la vez que esté más cerca de hacer periodismo diciendo que tengo frío en una playa de las Rías Bajas.
En el resto del mundo, según tengo entendido, estos meses, al menos agosto, forman parte de lo que se conoce como verano, la estación caliente, que permite comer helados, usar camisas finas, olvidarse del paraguas, ir por ahí sin calcetines, tampoco pedimos demasiado.
Desconectar es tan hortera como una camisa de manga corta, pero el verano es maravilloso porque normaliza esas cosas que resultan horribles en la ciudad. Mirando al licor café como si tuviera la respuesta en los posos, me preguntaba dónde quedaron los veranos en los que el agua se invocaba, no había que regatearla. Nos duchábamos con los periquitos del parque, bailando en el césped, ignorantes de los otros mundos perdidos con escasez de mejores meses, esa sucesión de nublados, sudaderas, la estética après ski de muelle. Veinte años después, lo llaman microclima, la nubes descargaban el océano a la misma temperatura que congela las playas, mojando la sobremesa, metiéndonos directamente en la turbina de noviembre.
El vendaval asediaba el chiringuito, un ex chiringuito, convertido en el hotel de El resplandor. Atrapadas quince personas, a refugio de la tormenta, empezamos a mirarnos los reproches. Nevaba, o al menos yo entendí que nevaba. El mal tiempo en verano lo convalidan por el escalón superior, si diluvia imagino tres metros blancos rodeando mis sardinas, sacrificadas lamentablemente para amenizar el temporal. Ay. El arroz con bovagante fue reconfortante: qué mala noticia.
Parecía que los dorsales del Madrid tenían ya nombre, que Neymar le había marcado tres al Getafe. Olía exactamente a eso, el invierno que gotea, un 9 de agosto. Llueve de lado en estos veranos excéntricos.
Observo que veranear disfrutando del frío y la lluvia tiene sentido para algunas elites, prensadas en el paraíso: no hay gente exclamando Galifornia a cada rato de sol. Vuelvo a Madrid pensando en mi buena suerte. Soy tan normal que prefiero mis cuarenta grados, los agradables cuarenta grados que suben reptando por Despeñaperros.