En plena ebullición de las secuelas de la noticia del suicidio del pederasta e incitador a la prostitución de menores Jeffrey Epstein -que tanta paz lleve como descanso deja-, por sus relaciones con personalidades o “personajes” tan dispares como Donald Trump o el Príncipe Andrés de Inglaterra, otros acosadores se convierten en protagonistas del entretenimiento.
Para la casi imposible hazaña de convertir a John Malkovich y Russell Crowe, dos de los hombres más deseados de las últimas décadas, en dos seres babosos y repugnantes, solo se necesitan las historias de dos magnates del espectáculo, como Harvey Weinstein y Roger Ailes.
The Loudest Voice (La voz más alta) es una de las series que triunfan en Movistar. Es altamente recomendable porque permite asomarse por la rendija del aire acondicionado de las instalaciones de la Fox News para observar cómo Murdoch y Ailes crean el bastión de la comunicación y la manipulación del sector más conservador de Estados Unidos, a través de los grandes episodios contemporáneos: el 11-S, la guerra de Irak, Obama, el nacimiento del fenómeno Trump -aquí también Trump, el omnipresente-...
Obviamente, el eje central es la historia del prevalimiento de la superioridad laboral y el poder de Roger Ailes (un cebado e irreconocible Crowe) para, como dice el Código Penal español, solicitar favores sexuales. Ailes es un narcisista observador del deterioro de la salud y la estabilidad de sus víctimas, llegando al extremo de, antes de ser denunciado, pactar con una de ellas que el acoso y las relaciones sexuales solo terminarían si ella misma se encargaba de buscar una continuadora de su sumisión.
Pero el asunto también ha pasado de las series al teatro. David Mamet, el versátil escritor con una prolífica obra para cine y teatro, ha aprovechado en Bitter Wheat (Trigo Amargo) los conocimientos sobre el acoso que acuñó cuando escribió Oleanna (1992), la obra que llevó posteriormente al cine y que, no hace mucho tiempo, ha sido interpretada en los escenarios españoles por una de mis queridas amigas, Natalia Sánchez, y Fernando Guillén Cuervo.
En su personaje, Barney Fein, por mucho que los productores se encarguen de decir que no tiene por qué ser necesariamente él, los espectadores ven a Harvey Weinstein
Bitter Wheat devuelve a la escena a un genuino Malkovich, avejentado y deformado por la caracterización. Su palillo constante en la boca y su comportamiento grotesco hacen que se desdibuje su atractivo, eternamente instalado en nuestras retinas como el Valmont de Las Amistades Peligrosas. En su personaje, Barney Fein, por mucho que los productores se encarguen de decir que no tiene por qué ser necesariamente él, los espectadores ven a Harvey Weinstein. De hecho, gran parte de quienes nos dimos cita en el Garrick Theater de Londres, íbamos a ver la historia del Ángel Caído por el imparable fenómeno del #MeToo.
Malkovich, en declaraciones realizadas en la promoción de la obra, y habiendo trabajado en una de las producciones de Weinstein, Timadores (1998, junto a Matt Damon), negó que fuera cierto que todos conocían en Hollywood la actividad de este depredador sexual: "Es un tema muy difícil. ¿Se le podría perdonar? Eso no depende de mí. No me hizo nada. Eso depende de las personas a quienes afectó la vida".
En el programa, se entrecomilla "Mamet no perdona o condena. Escribe el problema y expone la imperfección en los argumentos y en la humanidad, como solo el teatro, quizás, lo haga". Y quizás, digo quizás, ese sea su error. Tras un brillante primer acto en el que todos vimos reflejada con meticulosidad la radiografía de un acoso, nos encontramos ante una desalentadora segunda parte que banaliza y relativiza los hechos, quitando el acento de lo importante y dejando al público frío con un hachazo final pseudocómico que permite a Mamet evitar “mojarse” ante un asunto de esta naturaleza.
La misma actitud en intérprete y autor. Contar un delito y no pedir su condena. ¿Harían lo mismo si se tratara de delito fiscal o estafa?
Las críticas han sido demoledoras. Su irresponsabilidad pasa por llenar los teatros, convirtiendo la verdad en comedia, y obviar la cruda realidad de un ser abominable que va a pagar unos cuarenta millones de dólares a sus víctimas, abonando las indemnizaciones civiles porque solo corre el riesgo de una condena penal, al haber prescrito el resto de los delitos.
Trump lleva como Atlas un mundo aparte sobre su espalda. La creencia de que algún día será aplastado por su conducta está tan extendida como su imagen controvertida.
Y, en esta historia, también aparece Trump, siempre Trump. El actual líder norteamericano, superviviente bajo la sospecha de una estela de denuncias por acoso, fue el último claro beneficiario en la campaña electoral del llamado 'Efecto Weinstein', por la vinculación del delincuente sexual de Hollywood con el partido demócrata y con sus líderes Clinton y Obama.
Al hoy Presidente no le tembló la voz al decir que no le había sorprendido el #MeToo, mientras la masa tiene en su conciencia que lo suyo, a.C. y d.C. (antes y después de La Casa Blanca) podría haber sido incluso peor. Paradójicamente, pidió el respaldo para el candidato republicano al senado estadounidense por Alabama, Roy Moore, acusado de diversos episodios de acoso sexual de menores y repudiado por sus propios correligionarios hasta que acudió en su auxilio su amigo Donald.
Trump lleva como Atlas un mundo aparte sobre su espalda. La creencia de que algún día será aplastado por su conducta está tan extendida como su imagen controvertida. Hasta ahora, su arrogancia y su resiliencia titánica -también sus cuentas bancarias- han silenciado los gritos de las presuntas víctimas.
Mientras empezaba a escribir este artículo, me ha sorprendido con mucho pesar, la historia de las nueve voces que denuncian por acoso sexual también a Plácido Domingo. ¿Otro mito, y este bien cercano a todos los melómanos españoles, que se tambalea?
La diferencia entre el #MeToo americano y el español estriba en la legislación y la conciencia social. El artículo 184 del Código Penal dice literalmente en su apartado 1: “El que solicitare favores de naturaleza sexual, para sí o para un tercero, en el ámbito de una relación laboral, docente o de prestación de servicios, continuada o habitual, y con tal comportamiento provocare a la víctima una situación objetiva y gravemente intimidatoria, hostil o humillante, será castigado, como autor de acoso sexual, con la pena de prisión de tres a cinco meses o multa de seis a diez meses”.
De la indemnización, mejor ni hablamos. Ya sabemos que en España, muchas de las víctimas de delitos de género renuncian al resarcimiento económico o piden una cuantía simbólica, porque si no, se utiliza en su contra como un móvil espurio para la denuncia, el consabido "esta lo que quiere es sacarle dinero".
En caso de ser ciertas las acusaciones contra Plácido Domingo, las víctimas tendrán uno u otro tratamiento según el ordenamiento jurídico del lugar donde se hayan producido los hechos. Por eso, cuando en España se pretendió reproducir el #MeToo, apelé a la calma. Denunciar en España es un camino largo, complicado, con muchas consecuencias para la víctima.
Las personas que sean víctimas y lo denuncien públicamente sin hacerlo judicialmente, tendrán que enfrentarse a la estrategia destructiva, cara y agotadora
Probablemente, el mayor daño que tenga que asumir el acosador sea "la pena de banquillo", pero poco más. Sin embargo, las personas que sean víctimas y lo denuncien públicamente sin hacerlo judicialmente, tendrán que enfrentarse a la estrategia destructiva, cara y agotadora de los abogados de su jefe, exjefe o profesor.
De hecho, los casos más mediáticos de acoso en España, han terminado con el alejamiento de las víctimas de su vida anterior al delito y de su carrera profesional como tal. Nevenka, la mujer que puso a Ponferrada en el foco mediático por su denuncia contra el alcalde, se marchó a Irlanda. Susana, la brillante inspectora de Policía que consiguió que se condenara por delito al Comisario Principal que dirigía la Unidad de Coordinación Internacional, reside en Alemania y abandonó la Policía. De la mujer que osó denunciar a un alto cargo de Telemadrid, no se volvió a saber nada. Y Zaida Cantera, que hoy es diputada, sufrió al tener que abandonar su carrera militar. Pocos de quienes la conocemos dudamos de que habría llegado a ser la General Cantera, de no haber topado con un delincuente entre sus mandos.
Si hablábamos de la irresponsabilidad de los dramaturgos que no ofrecen el relato completo, deberíamos plantearnos como sociedad civil, antes de alentar a la denuncia, todos los sufrimientos adicionales que los procedimientos penales entrañan para las víctimas. Deberíamos comprobar si la piscina está llena antes de animar a nadie a tirarse ella.
*** Cruz Sánchez de Lara es abogada, presidenta de Thribune for Human Rights y miembro del Consejo de Administración de EL ESPAÑOL.