"Hay temas que no pueden cuestionarse, y quien los cuestiona es rápidamente etiquetado como intolerante", escribe Ricardo Dudda en su muy recomendable ensayo sobre la corrección política La verdad de la tribu. Arriesguémonos pues a ser linchados.
La verdad, uno empieza a sentir hastío al comprobar que ya no hay casi acontecimiento que no se mida desde la perspectiva de género. Tenemos polémica en el Festival de Venecia por la falta de mujeres directoras. Acaba de iniciarse una campaña en Nueva York para denunciar la escasa presencia de esculturas públicas dedicadas a personalidades femeninas. Un festival de música de Barcelona se ha negado a contratar a un grupo de rap porque varias mujeres han denunciado sentirse ofendidas por sus letras.
La legítima lucha por la igualdad, necesaria para corregir una discriminación histórica, se está convirtiendo en gota malaya, en tabarra diaria que genera en muchos ciudadanos el efecto contrario al deseado: rechazo en lugar de empatía.
Lo que se espera de un festival de cine es que exponga las mejores películas, y no que a la hora de seleccionarlas se mire el sexo del autor; cuando uno visita una ciudad no lo hace, calculadora en mano, para sumar esculturas dedicadas a hombres y a mujeres, porque según en qué lugares eso entrañaría el riesgo de tener que levantar monumentos como el que ya se anuncia a Katherine Walker, una honrada señora que al fallecer su esposo se convirtió en la primera farera de la bahía de Nueva York; de un festival de música, en fin, se puede esperar casi todo, menos que a los participantes les examine una "comisión de género".
La obsesión por el simbolismo y la imagen, incluso por "la reescritura de la historia desde la perspectiva de los oprimidos" -según constata Dudda- pueden estar convirtiendo en una caricatura la defensa de derechos y avances sociales imprescindibles para alcanzar una sociedad más justa.
Al intento por ver quién sube más alto en la ola de lo políticamente correcto se han sumado partidos y medios de comunicación en una veloz carrera que no todo el mundo puede o está dispuesto a seguir, ya sea por vértigo, por prejuicios, por ideología o por creencias. Mientras pensamos qué hacer con esa gente común comprobamos cómo el bombardeo televisivo casi unánime en favor de las cuotas lo protagonizan unas cadenas que parecen elegir a sus presentadoras en un casting de modelos. Son muy buenas, pero no hay una fea. Como aspiro a ser coherente, reclamo mi cuota de adefesio.