Me largo de Barcelona y aunque mentiría si dijera que Ada Colau y el procés han sido los culpables de que haya puesto rumbo a tierras más amables, mentiría también si no dijera que quizá la nostalgia habría golpeado con más fuerza de no ser por su contribución a la causa. Darlo lo han dado todo, eso no se lo voy a negar a los hunos y los hotros.
Miren. En Cataluña se vive mejor como turista que como nativo por la misma razón por la que las puñetas de tu familia política nunca te parecen tan fastidiosas como las de la tuya propia, que hierven a un solo grado centígrado. A veces es mejor no ser consciente de las sutiles señales de desprecio ajenas. Yo en Cataluña soy consciente de todas porque me conozco el percal y aunque ese Dios en el que no creo me ha obsequiado con un todomelasudismo impermeable a la mala leche del prójimo, también me ha regalado una extraordinaria hipersensibilidad al ridículo ajeno.
Sabiendo eso, comprenderán entonces que la Cataluña nacionalista ha sido una tortura para mí.
La verdadera zona de confort, en fin, es la inopia y la mía cae allá por el triángulo que forman Jerez de la Frontera, Cádiz y Sanlúcar de Barrameda, aunque tampoco le haré ascos a Zahara de los Atunes. Estoy hablando de una región por cuyas playas corren carritos con la bandera de España y en los que se venden pasteles y café con leche. Compárenlo con una en la que los señorones de la alta burguesía, esos lords del arado, planean manifestarse contra su servicio doméstico el próximo 11 de septiembre con orinales amarillos en la cabeza.
En realidad, marcho por placer y los bolivarianos y los estelados han sido sólo la guinda del pastel. Y a veces pienso que ni eso porque cualquier parecido de esta gente con revolucionarios reales es pura coincidencia. Los de las okupaciones y los lazos son sólo niños destrozando con un martillo los carísimos juguetes que han recibido del resto de los españoles. Todas las familias numerosas cargan con uno de estos.
Otro tema diferente es que muchos españoles, sobre todo de izquierdas, parezcan tenerle cariño a los mocosos malcriados del norte peninsular vasco y catalán. En mi calidad de señorito, es decir en tanto que catalán que ha morado toda su vida –salvo un par de años que pasé en Jerez de la Frontera– en una región subvencionada a dos manos por la España pobre, he de confesarles que el catalanismo político lleva más de cien años tomándole el pelo a España con la pamema de la diferencia y la identidad y la inyustisia. Eso es así y conviene que lo sepan.
¡Pero si ni siquiera se hablaban en catalán entre ellos antes de que cuatro poetas románticos les convencieran, allá por 1830, de que ese idioma que apenas utilizaban los campesinos de la Cataluña profunda no era un dialecto local destinado a la extinción, sino la misma sangre que corría por las venas de la patria!
Pero allá cada cual con sus complejos. Yo ahí lo dejo: gestionadlo como mejor sepáis mientras seguís viajando en trenes borregueros hasta Madrid. Ah, y tiremos abajo la Constitución también, que esa no la han votado los españoles de 2019. Pero a los privilegios medievales –literalmente medievales– de vascos y catalanes ni tocarlos, que esos, por lo visto, los votaron todos los millennial de La Latina allá por 1332.
Pero volviendo al tema. Me largo, lo que no sé si me deja más tranquilo a mí o a mis detractores nacionalistas. La paz me la llevo, pero del descanso que se vayan olvidando porque seguiré escribiendo sobre Cataluña. Se siente.
En realidad, me voy de aquí para recuperar el cariño por una ciudad cuyas virtudes han quedado sepultadas por la obra de aquellos que querrían convertirla no ya en un pueblo, sino en una aldea. ¡Qué culpa tendrá la pobre Barcelona del instinto suicida de una buena parte de sus ciudadanos! Si una ciudad cualquiera tendría serios problemas para sobrevivir a un populismo, imaginen el quebradero de cabeza cuando coinciden dos en el tiempo y el espacio: el perrofláutico y el nacionalista.
Visto de lejos todo el mundo es normal y espero que eso sea lo que me acabe pasando con una ciudad de la que ahora apenas me parece soportable el 25%: de la avenida Diagonal hacia arriba y de Vía Augusta hacia Vallvidrera. La obscenamente cara, para entendernos.
Echaré de menos el Yakumanka, el ABaC y el Angle, el Vaso de Oro, el Muy Buenas, el Paradiso, el Entrepanes Díaz, el Kibuka, el Oaxaca, el Maravillas, el Jai-Ca, el Can Ros, el Dos Pebrots, el Hisop y hasta el modestísimo Chihuahua, como tantos y tantos otros lugares en los que he sido feliz poniéndome jincho y bebiéndome hasta el agua de los floreros en buena compañía. Siento un especial cariño por todas esas pequeñas bodegas y bares de barrio que cocinan con orgullo tapas de verdadera cocina catalana sin floripijopondios. Ojalá sobrevivan a los comunes de Ada Colau. Incluso echaré de menos el Heliogàbal, el tugurio que popularizó a los Manel y el bar más intrínsecamente catalán en el que servidor ha puesto el pie. Por no hablar del Phenomena, el mejor cine de España. Dejo amigos y familia, pero esos no me preocupan porque ya tienen habitación reservada en el sur.
No echaré de menos la cerveza artesanal, ese ISIS de las papilas gustativas con el que los catalanes intentamos envenenar a los turistas.
Me despido de la ciudad con un libro que la editorial Deusto publicará en un par de meses: La anomalía catalana. En él digo que no albergo ningún sentimiento de odio, pero tampoco de compasión, hacia los culpables de la degeneración de Cataluña.
Durante las últimas semanas he hablado por varias razones con comerciantes, cocineros, camareros, periodistas, abogados, diseñadores, políticos y empresarios barceloneses y su diagnóstico es demoledor: Barcelona se muere. Al menos, la Barcelona que yo quiero y en la que he vivido toda mi vida. La de Marsé, Azúa, Makoki, Peret, Gil de Biedma, la Banda Trapera del Río, Nazario, Serrat, Colita, Bohigas, Loquillo, la revista Cairo, Barral y Tusquets. No sé si me apetece saber cómo será la nueva Barcelona que están gestando Colau y el procés. Huele a rave de párrocos.
Veré el parto desde Cádiz, en cualquier caso. Por si salpica.