Sólo hay que preguntar por ahí, en nuestro entorno más cercano, cuáles son los pilares de un Estado para darse cuenta de lo frágiles que son los hilos que lo sostienen. Porque difícilmente se puede proteger algo sobre cuya naturaleza lo desconoces todo y que significa algo diferente para todos y cada uno de los ciudadanos de este país.
Ni el respeto a las minorías, ni el voto, ni la solidaridad fiscal entre ciudadanos, ni los derechos civiles y humanos, ni la separación de poderes ni, si me apuran, el control de un territorio delimitado por fronteras. El pilar, el único, que sostiene a un Estado es la violencia. Sin ese, todos los demás sobran porque nacen tarados o se convierten en insostenibles con el tiempo.
Entiendo que tal afirmación ofenderá a las almas puras que creen que quinientos años de Estado moderno han logrado modelar la naturaleza del hombre y borrar cientos de miles de años de evolución de los instintos primarios. Por ejemplo, el de la protección de las crías y del territorio y el de la desconfianza frente a los extraños. Pero desengáñense. El Estado es la institución que monopoliza el ejercicio de la violencia. Y el resto –voto, separación de poderes, territorio– es sólo la guinda del pastel.
El asunto tiene truco. Porque el monopolio de la violencia por parte del Estado se basa en una suposición previa. La de que el derecho más elemental de cualquier ser humano es aquel que le permite a este defenderse de aquellos que pretenden atentar contra su vida o sus intereses legítimos. Mediante el contrato social, el Estado se compromete a hacerse cargo de esa defensa a cambio de que el ciudadano renuncie al ejercicio de su derecho inalienable a la violencia.
En Cataluña, ese contrato social se ha roto. Porque el Estado español, y recordemos que la Generalidad es tan Estado español como el Tribunal Supremo o el Congreso de los Diputados, ha decidido ceder parte de su monopolio de la violencia a una parte de los ciudadanos, los catalanohablantes, para que estos la ejerzan a voluntad contra otra parte de los ciudadanos, los castellanohablantes. Generalmente por medio de bloqueos –de carreteras, de estaciones de tren, de aeropuertos, de universidades– pero también por medio de disturbios violentos que el separatismo organiza a placer cuándo y dónde le place.
No es una afirmación sacada de la manga. Diversos estudios demuestran que si hablas en catalán, vives en un entorno rural y tu situación económica es desahogada, es muy probable que seas independentista. Si hablas en español, vives en una entorno urbano y tienes dificultades para llegar a final de mes, es muy probable que no lo seas. Por supuesto, en los disturbios y los bloqueos pagan separatistas por constitucionalistas, pero los primeros tienen al menos el consuelo de que su sacrificio sirve a un hipotético bien mayor. Sarna con gusto no pica.
Ayer mismo, el ministro de Ciencia, Innovación e Universidades, Pedro Duque, decía confiar en que los rectores catalanes garantizarán que el derecho de manifestación de los radicales separatistas no interfiera "con el derecho de los demás a impartir y recibir clases".
Dicho lo cual y proclamada a los cuatro vientos su deseo de pachamama universal para todos los habitantes del planeta Tierra, se subió a su nave espacial y volvió a su tarea de patrullaje del espacio interestelar como el Major Tom de la socialdemocracia que ha demostrado ser. Mientras tanto, Josep Lago, presidente de S'ha Acabat, se jugaba literalmente la cara frente a la banda de la porra de los rectores catalanes para que los estudiantes catalanes pudieran entrar en sus facultades.
El Estado español ha decidido, en fin, romper el contrato social firmado con la Nación y ceder el monopolio de violencia a los bárbaros. Hasta el punto, churrigueresco y casi dadaísta, de que los que están siendo investigados por la Generalidad de cara a una inminente purga no son los violentos, sino los Mossos d'Esquadra de las unidades BRIMO y la ARRO. Las únicas que han cumplido su parte del contrato social, al menos en la medida en que sus líderes políticos se lo han permitido.
No es una situación inédita en cuarenta años de democracia porque de esa licencia feudal para la violencia se han beneficiado antes los sindicatos –por ejemplo durante esas jornadas de depuración social de burgueses desafectos conocidas popularmente como huelgas generales– y otros grupos de poder asociados a la izquierda o a la extrema derecha catalana y vasca.
Pero la situación, en 2019, huele ya a chamusquina. La insistencia con la que el Estado español, sociológicamente socialdemócrata incluso cuando han mandado los otros, ha permitido que determinados ciudadanos ejerzan la violencia impunemente contra otros determinados ciudadanos, siempre los mismos, parece ya –llámenme loco– un patrón de conducta deliberado. En España las hostias siempre caen del mismo lado y la casualidad ha empezado a supurar causalidad.