En la presente campaña por movilizar a los propios votantes, remisos a ir a las urnas en la convocatoria del 10-N, no se oyen propuestas políticas de reformas más allá de la conveniencia de ganar por ganar.
La excepción, al menos en el enunciado, ha sido Marcos de Quinto: "España es un país absolutamente hambriento de reformas". En efecto, en 2011, once millones de españoles otorgaron la mayor cuota de poder a un dirigente político para que abordara reformas después de la experiencia de la ley de Memoria histórica, barra libre a los separatistas catalanes, feminismo militante, crisis climática medioambiental y gasto extra zapateril, que estuvo a punto de conducirnos a la ruina.
En lugar de las reformas esperadas por el electorado, desde 2011 hasta 2015, el PP utilizó su nueva mayoría absoluta para protegerse de los casos de corrupción. Salvo la parcial reforma laboral, Moncloa se convirtió en un centro de control de medios de comunicación y de aislamiento absoluto del presidente hasta el punto de que su inquilino estaba recluido a la espera de que alguien, cualquiera, le llamara para una entrevista. Recuerden la broma de la llamada por teléfono del falso Puigdemont a La Moncloa en la que Rajoy respondía con toda clase de agradecimientos serviles y facilidades al golpista catalán; además le informaba de que su agenda estaba completamente libre, a su disposición.
El actual pentapartido es consecuencia del fracaso reformista de 2011. El electorado, ante la incapacidad reformista de los partidos tradicionales, está ensayando nuevas fórmulas de coalición que no repitan el modelo, desde los años ochenta del pasado siglo, de un partido nacional (PP, PSOE) sometido a los nacionalistas totalitarios, vasco y catalán.
Desde mediados de los años ochenta del pasado siglo hay decenas de libros que advierten sobre las deficiencias de nuestra democracia. Esto es una impresión personal: la inmensa mayoría de la clase política conoce, es consciente de las enfermedades principales, de los fallos comprobados, del régimen constitucional del 78 pero no están dispuestos ni a curarlos y, ni siquiera, a enunciarlos.
Siguiendo con la terminología médica de las enfermedades, el caso español actual recuerda en la Historia de España la parálisis reformista de Alfonso XIII, que prefirió la regeneración, en 1923, al aceptar la dictadura de Primo de Rivera en lugar de apostar por reformas democráticas. Aquella decisión tuvo un alto precio: le costó al Rey el Trono y el exilio, en 1931.
La actual crisis catalana y la parálisis de los políticos españoles recuerdan también el final del Imperio Austrohúngaro, al que la guerra de 1914 y los nacionalismos borraron de la Historia en 1918. El historiador William M. Johnston, en su libro El genio austrohúngaro definió aquella parálisis reformista como “nihilismo terapéutico”. Es decir, conocer la enfermedad pero no aplicar ninguna medicina, ninguna reforma correctora.
Si Marcos de Quinto tiene razón, aquel partido que sepa conectar con el hambre reformista obtendrá una victoria política. Quizás no gane o no sea el partido más votado. Pero al menos, veremos al fin en el panorama político español un líder que dice algo sobre algo.