Hay palabras que matan. Incluso literalmente. Acabamos de conocer que Alexander Urtula se suicidó el pasado 20 de mayo, muy probablemente, por los mensajes de texto que le enviaba su novia. Al menos en gran medida por eso. Se subió al piso 11 y se lanzó en dirección a sus últimos segundos. Al fin, también, de la manipulación a la que le sometía su novia, la coreana Inyoung You. Al fin de todo.
Claro que ella le había enviado 47.000 mensajes en los últimos dos meses. Claro que él no pudo -y debió- huir de la toxicidad con la que ella le nublaba el juicio. Pero, claro, ¿qué puede hacer la razón bajo el peso voraz de las emociones? Eso: lamentablemente, arrojarse desde una azotea.
Y es que las palabras lo son casi todo. También los gestos; las caricias, o su ausencia. Pero trasladarte a tus palabras, exponerte con ellas, supone un ejercicio de transparencia y de valentía de enorme consideración.
Trump, el presidente norteamericano que probablemente ganará en un año el derecho a permanecer otros cuatro al frente del empleo más poderoso de la Tierra, es un ejemplo. Se retrata cada día en Twitter. ¿No han leído sus comentarios sobre cómo fue la operación contra Al Bagdadi?
Señaló que la tropas norteamericanas respondieron a fuego de “gente aleatoria a la que no le gustan los helicópteros”; que el líder del Daesh “murió como un perro”; que los militares americanos abrieron un “precioso agujero” para entrar en el túnel donde estaba el terrorista. Y que él, que siguió la operación desde la situation room de la Casa Blanca a través de una señal de vídeo, lo pasó en grande: era “como estar viendo una película”, aseguró. Pero no, no era una película; y él no es un comediante de pueblo pequeño comentando un partido de fútbol del equipo local.
Las palabras que utilizamos nos revelan con enorme claridad. A You las suyas la pueden llevar a la cárcel por homicidio imprudente, si vuelve a Estados Unidos -ha huido a Corea-, como antes le ocurrió a Michelle Carter, quien incitó también a su novio a suicidarse. Al presidente de EEUU lo convierte en el personaje que es. A todos nos hacen, las nuestras, ser quienes somos.
Hay quien no tiene muchas palabras, pero utiliza bien las que tiene. O, mejor dicho, hay quien no las tiene donde o como las tenemos los demás, y sin embargo significan mucho más. Gennet Corcuera no es muda, pero no pudo aprender a hablar. A los dos años empezó a perder la visión, el oído y el olfato por una infección. En una casa de acogida en Adís Abeba se le transformó la vida cuando la conoció Carmen Corcuera, quien, a sus 58 años, adoptó a una niña etíope que, con tres, lo único que hacía era dar vueltas a un palo al que se cogía con una mano. Hoy, sus palabras, que salen del alfabeto dactilológico en palma, son muchas más que aquella primera –“bebé”–, que la maravilló, tantos años atrás.
Su historia, y muchas otras, la contó Pedro Simón en El Mundo, y la recoge ahora su libro Crónicas Bárbaras, que edita Kailas, y en el que se encuentran muchas de las mejores historias humanas que se han publicado en España en los últimos años. Imaginen: si una palabra revela fehacientemente a una persona, qué no hará un puñado de electrizantes reportajes. Sí, eso: describirnos a todos.
Hay grandes periodistas que defienden que Simón no es solo uno del los mejores periodistas españoles de las últimas dos décadas, sino que, más importante que eso, ha sido capaz de crear una manera de contar historias propia. No es solo un estilo, es mucho más que eso. La firma Simón insinúa algo distinto; algo bárbaro.
El músico Quique González también lo es, y tiene una habilidad especial para encontrar palabras que emocionan –escuchen Días que se escapan, o Polvo en el aire, por ejemplo–. Pero como uno siempre pretende superarse con esto de juntar voces, o al menos explorar nuevas rutas, el madrileño ha optado por las del poeta Luis García Montero para hacer despegar a su La nave de los locos, su última y extraordinaria locura.
Loca, y también triste, fue la vida secreta que tuvieron las palabras de Isabel Coixet, con la que ganó cuatro Goyas en 2005. El personaje de Tim Robbins, Josef, que trabaja en una plataforma petrolífera, perdió la vista temporalmente al intentar salvar la vida de un compañero que intentó suicidarse. Sarah Polley, en el filme Hannah, es sorda y tiene un pasado difícil de asumir, aunque quizá lo sea menos en medio del mar. Sí, mejor el mar, la nada, que un episodio terrorífico que se intenta olvidar de la Guerra de los Balcanes. Siempre mejor el mar, incluso en su peor versión, cuando rodea a una plataforma atronadora e insufrible, que una azotea a la que uno acude por la vida oculta que le han procurado unas palabras del todo equivocadas. Mucho mejor, el mar.