El hecho está claro: Instagram está eliminando paulatinamente los marcadores de likes. O sea, tú podrás ver quién le da al corazoncito, pero el resto de tus seguidores no. Pues vale. Lo que no acabo de comprender son las justificaciones ante tal medida que, por otra parte, no me quita el sueño en absoluto. Cuentan los de la red que pretenden que la gente comparta su contenido sin complejos. Pero es que los humanos tenemos complejos y no hay nada que Instagram pueda hacer por eliminarlos.
El tema de que hay personas que viven pendientes de los corazoncitos rojos y que la obtención de más o menos amor cibernético les afecta la psique cosa mala, tampoco creo yo que se solucione tan fácilmente. El compararse con el de al lado, la exacerbación del ego, el buscar constantemente la aprobación del prójimo y el estar pendientes de la propia imagen hasta límites enfermizos ni es nada nuevo, ni se cura con algo que no sea educación, gestión emocional y psicoterapia. El foco en ti, siempre, pero qué difícil.
Esa es otra de las razones que aducen para eliminar los likes. Cuentan que así nos interesará menos la vida ajena y más la propia. Pero para ello deberíamos conseguir que fuera interesante. Y nos interesa lo que nos emociona, lo que nos gusta. Mal vamos si no saltamos del piloto automático en que se convierte a veces esto de ser adulto. Quién soy, qué me gusta, qué quiero hacer, de quién quiero rodearme.
El mundo de las pantallas no hace más que reproducir el real y multiplicarlo exponencialmente: hay quien compra seguidores y hay quien compra amigos; hay quien proclama su amor a los cuatro vientos en un copy mientras planta unos cuernos del quince y lo mismo pasa en nuestro entorno; las que bajan la basura maquilladas y con tacones, se hacen quince mil selfis antes de publicarlos. Quien miente, finge y vive la vida de otros y para otros va a seguir haciéndolo, haya likes de por medio o no.
El tema de los adolescentes es harina de otro costal, ellos son mucho más vulnerables a las opiniones ajenas que los adultos, por eso mismo no deberían tener acceso, ni a las pantallas sin control alguno ni, desde luego, a las redes sociales. El problema no es el instrumento, sino el uso que se hace de él. De la misma manera que un coche no es dañino y no dejamos que nuestro hijo de doce años lo conduzca. Poner en manos de los chavales una ventana al mundo, a todo el mundo, sin cuidado alguno, es una cuestión de irresponsabilidad supina, nada más. Padres pidiendo a sus amigos que sigan a su hija de diez años porque le hará ilusión, un puñetero desastre.
En cuanto a cómo afectará esta medida a quienes tienen contratos con algunas marcas, pues tampoco parece que vaya a cambiar mucho la cosa. De un tiempo a esta parte, las empresas se han pispado de que quizás lo importante no es cuánta gente le da al botoncito, sino cuántos de ellos acaban comprando su producto. El chollo se les ha acabado a los que compraban seguidores y corazoncitos rojos, también a las agencias que prometían el oro y el moro a base de los cientos de miles de seguidores de sus influencers. Serás muy mona, pero no me creo lo de la crema milagrosa, más que nada porque tienes veinte años, como para no estar tersa. Los resultados son los que mandan y, en cualquier caso, por si les interesan los datos, ahí estarán las estadísticas. Igualito que hasta ahora.
A los de Instagram les han entrado las ganas de hacer el bien tras crear una máquina de cotilleo y exhibición. Nunca es tarde.