Decía el filósofo Gustavo Bueno que “cada pueblo tiene la televisión que se merece”; será por eso que España traga telebasura hasta el vómito, hasta el hastío, hasta la vergüenza. Telebasura estilo Gran Hermano, un programa cutre y amarillo que un día se las quiso dar de experimento sociológico pero que es tétrico ya desde sus bases orwellianas: cambiar libertad por seguridad, renunciar a la intimidad, entregarse al imperio de la emoción y desechar la razón -todo propiciado por el aislamiento y la falta de información- y atender a las directrices de la existencia enigmática de un tal Súper que juega a ser dios. Se parece bastante a una tiranía o a un régimen totalitario, pero todo es mucho más vulgar, más simplón, más triste: es una opresión mal. Nada que ver con Canino, de Yorgos Lanthimos; con El Ángel Exterminador de Buñuel ni con El show de Truman. Esto es mediocridad y barro, peste negra de la democracia.
Esta infamia consiste en encerrar en un chalé a un joven con ganas de pasta o fama a cambio de que se deje marear psicológicamente: le juntaremos con otros caracteres con los que, según han augurado ya unos test de personalidad, va a acabar matándose o fornicando. Les someteremos a pruebas, les reduciremos la comida y les incrementaremos el alcohol, a ver si por fin se forma un pifostio aquí, a ver si nos dan show estos hámsters en la rueda, a ver si nos sorprenden con algo que traiga audiencia, tragedia y dinero, algo hostil y visceral y obsceno que sirva de carroña para esta gran hiena que es el pueblo.
Gran Hermano me da asco desde su idea, casi tanto asco como los concursos infantiles que se forran poniendo a los críos a cantar como si fueran monos de feria, sometiéndolos a estrés, a una competitividad extrema y a glorias y fracasos y pavores de forma prematura, exponiéndolos y decorándolos como a Pequeñas Miss Sunshines terroríficas, enlatadas. Pero ya basta: ahora el circo del reality, que encuentra su ángulo más hediondo en GH, tiene que llegar a su fin porque ha sobrepasado un límite que sólo nos es familiar por algún capítulo enfermo de Black Mirror.
Desde esta semana, conocemos que la dirección del programa puso a Carlota el vídeo de su presunta violación -ya saben que hay que decir ‘presunta’ hasta que la justicia no sentencie lo contrario, pero a mi juicio está bastante claro lo que fue- en pleno confesionario y mientras grababa sus reacciones. ¿Por qué la cámara estaba encendida, recogiendo al milímetro el dolor, el pánico y la ansiedad de la víctima? ¿Por si acaso más adelante esa agresión sexual podía formar parte de la parrilla televisiva? Claro. Imagínense, qué delicia para los datos. Qué revolucionario. Ese vídeo sería viral, daría la vuelta al mundo: una mujer 24 años asistiendo al delito que había padecido la noche anterior. Esto era el futuro: la mercantilización de la pornografía emocional, del desgarro humano, de la humillación machista.
Pero no les bastó con ponerle el vídeo: la obligaron a verlo incluso cuando ella pidió que lo quitasen -insistieron hasta que expresó que no podía aguantar más ese audio-, le impidieron hablar con sus amigos, la torturaron con la imagen de su trauma reciente sin preguntarle antes si prefería verlo o no, sin prestarle la atención psicológica profesional que requería una situación tan dramática. “Es mi cuerpo el que sale ahí, inconsciente y violado. Me da exactamente igual que en el Código Penal ponga que una violación es con violencia y un abuso sexual sin violencia. Es que incluso se ve cómo se ríe de mí después de hacerlo. Se ve cómo la 'Super', porque esa noche era una mujer la responsable de la casa, me llama y yo no respondo porque estoy inconsciente. Él dice entre risas algo como "me da que Carlota no va a llegar al Confe”, contó en una entrevista a El Confidencial.
Ese día en la casa de GH se había celebrado una fiesta: les habían dado alcohol y había poca comida. Ella así lo advirtió. Tomó unos pocos chupitos y le sentaron mal. Hay otro vídeo descorazonador en el que se les ve a su agresor y a ella en el salón: Carlota no podía ni controlar sus movimientos, sencillamente estaba derruida en el sofá, con los brazos muertos. Se aprecia cómo él intenta meterle mano, cómo le levanta la camiseta y el pantalón. Cómo la toca a pesar de su estado. Después la llevó -prácticamente la arrastró- al cuarto. Los demás pensaron que para estar con ella y cuidarla -dado que eran pareja dentro del concurso-. Pero no.
Todavía habrá algún iluminado en este país al que haya que recordarle que sí, que por supuesto, que sin ninguna duda se puede violar a una pareja. Habrá que insistirles en que tener una relación con alguien no significa entregarle ningún poder sobre tu cuerpo, ningún tipo de posesión: no, radicalmente no se puede acceder a él cuando se quiera como si la intimidad de una mujer fuese una barra libre. Carlota fue forzada. No había deseo. No había consentimiento por su parte: además, estaba ebria -y tenemos terriblemente reciente el caso de la ‘Manada de Manresa’, condenados por abuso sexual y no por agresión al estar inconsciente la víctima; he ahí nuestra legislación protectora-.
A la mañana siguiente, la chica no recordaba nada de lo que había pasado. Fue al baño y se sintió confusa: la ropa interior se le caía, estaba mal colocada. Después de eso no volvió a ser Carlota. Hoy no puede trabajar. Está en tratamiento. Se ha aislado. Tiene miedo. “Me teñí el pelo para que no me reconociesen por la calle. Estuve prácticamente un año saliendo de casa con cascos de música puestos para no escuchar los comentarios de la gente. Las personas no tienen vergüenza, ni pudor ni escrúpulos... Te paran y te llegan a preguntar, "¿es cierto que te violaron?". No sé cómo se lo tomarían otras personas, pero a mí me ha devastado (…) Te tienes que ir del sitio en el que estás, te tienes que duchar porque te sientes sucia... Llegando incluso al momento en que notas que tu propia familia no se siente cómoda hablando del tema. No he vuelto a ser la misma persona”.
Después la organización denunció y la animó a denunciar con ellos: la joven se decidiría a hacerlo más tarde, cuando pudo ordenar su cabeza. Ya no confiaba en ellos. Casi en nadie. Aún no hay resolución. Pero lo más grave quizá no es ya el recreo cruel con el que trató el programa el caso, sino que podía haberse evitado o minimizado. La casa está atiborrada de cámaras. Hay vigilancia 24 horas en todos los puntos.
“No llego a explicarme cómo el programa lo permitió. Esto pasa a la una y media de la mañana, y nadie irrumpió. Cada habitación de la casa tenía trampillas por las que el equipo del programa podía entrar de urgencia”, reflexionaba Carlota. No lo hicieron. Se llama omisión del deber de socorro y también es un delito. Decía Fellini que la televisión “es el espejo donde se refleja la derrota de todo nuestro sistema cultural”. Es probable que sea cierto; pero ahora vemos cómo refleja también nuestra podredumbre ética, nuestra misoginia, nuestra incapacidad para la empatía, nuestra miserabilidad. No podemos permitir que GH celebre ni una sola edición más: estaríamos asumiendo el continuismo de la cultura de la violación. Estaríamos siendo sus cómplices.
Hay que derribar el programa. Todo lo que significa. Todo lo que significó siempre. Nada limpio puede volver a salir de ahí. La impunidad no es una opción. El perdón, tampoco. Grabad también esto: hasta aquí habéis llegado.