Se ha construido, con alguna ayuda impagable, todo un personaje de héroe civil, a partir de una sola proeza: cosechar una condena de tres años y medio de prisión por trufar las letras de sus canciones de expresiones enaltecedoras de terroristas, denuestos contra el rey y amenazas e incitaciones a agredir a personas con nombre y apellidos. A lo que cabe añadir la de huir del país antes de que la condena pudiera hacerse efectiva.
Esas credenciales le han bastado para pasear por ahí como si de alguna autoridad moral, artística, intelectual o política se hallara investido, con los parabienes de aquellos con los que comparte aversiones y algún despistado que confunde la piedad hacia una represión excesiva de una conducta atolondrada con el reconocimiento de cualquier forma de ejemplaridad. No es ni jamás fue ejemplar quien hace de la bravata o la injuria su texto y su melodía; lo que cabe preguntarse es si la respuesta legal más razonable y eficaz es imponerle varios años de prisión.
Cuando se le condenó se alzaron muchas y muy sensatas voces que planteaban la necesidad, si no de despenalizar esta clase de exabruptos, sí de responder a ellos con correctivos algo más inteligentes y con una mayor proporcionalidad al daño que objetivamente causan los bocachanclas aficionados a expelerlos. Es muy dudoso, para empezar, que haya que penalizar de una forma especial las injurias a la Corona, ya bien protegida por su inviolabilidad, y lo es aún más que un insulto o una amenaza dentro de la letra de una canción deba recibir más respuesta que una multa que disuada al sancionado de la reincidencia en la conducta ofensiva, y sólo en casos de especial repercusión.
No quiere esto decir que debamos desdeñar la lesividad de estos comportamientos: cantar el odio ayuda a extenderlo y a normalizarlo, y en última instancia su musiquilla acaba estando en la mente de quien arranca un adoquín para tratar de derribar con él a uno de esos uniformados a los que Valtònyc exhortaba en sus conciertos a neutralizar violentamente. Sin embargo, no es lo mismo cantar al atentado que perpetrarlo, y esa diferencia relevante no puede dejar de atenderse al legislar al respecto.
Valtònyc y sus cofrades, después de mucho jalearse a sí mismos y unos a otros, se las prometían muy felices ante la perspectiva de que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos con sede en Estrasburgo reconociera su heroicidad civil. Han ido cayendo sin embargo las primeras resoluciones y nada parece indicar que el triunfo lo tengan tan fácil como creen. Lejos de darles la razón, sus recursos se desestiman o, como en el caso del rapero, se declaran inadmisibles. Entre tanto, ese Estado al que tanto desprecian despacha sentencias de años de cárcel a miembros de su clase dirigente, esta semana nada menos que dos expresidentes autonómicos, que estos acatan sin rechistar. Cada vez van a tener más difícil demostrar que son perseguidos políticos por un régimen injusto y antidemocrático. Por si eso fuera poco, a su compadre Puigdemont va a tocarle explicar por qué buscaba con tanto afán la amistad de enemigos jurados de la Unión Europea, con cuya bandera se sigue haciendo fotos.
Triste camino, triste compañía, triste futuro. Nada hay más dañino para uno que verse celebrado por sus desatinos.