Pedro Sánchez ha pasado de rechazar un Gobierno de coalición con Pablo Iglesias -no podría dormir, dijo, ni él ni el 95% de los españoles si lo aceptara-, a abrazar al líder de Podemos para intentar convertirse en un “referente mundial” de modernidad y progreso. Como peripecia insólita, incluso dentro de un mundo tan dado a las excentricidades como es el de la política, no está nada mal. Como realidad ya a punto de consumarse da para mucho. Sobre todo, para mucha reflexión.
¿Cómo pueden cambiar tanto las cosas en solo unos meses? ¿Cómo puedes convertir a tu rival, en quien confiesas que no confías, en tu mayor apoyo, hasta el punto de gobernar con él y depender absolutamente su voluntad política? ¿Cómo puedes hacer exactamente lo contrario de lo que asegurabas públicamente hace poco tiempo que harías sin que ello genere no ya remordimientos y vergüenza sino, al menos, algún coste político significativo?
No es fácil saber cómo, pero Pedro Sánchez está a días de lograr convertirse en presidente del país haciendo, en gran medida, cosas muy diferentes a las que prometió. En parte, lo consigue porque la política española es singular, y lo admite todo, o casi todo. Hasta que un dirigente de un partido se convierta en presidente del Gobierno gracias al apoyo de quienes desean la destrucción de la nación que rige ese Gobierno. La peripecia de Sánchez es, sí, de un arrojo extremo, pero también una que va a provocar unas consecuencias de envergadura; muchas, quizá las de mayor calado, estén aún no ya por descubrir, sino por imaginar.
Este salto, irresponsable y desesperado, no será, probablemente, mortal para él, porque ha demostrado sobradamente disponer de innumerables vidas políticas, pero quizá sí lo sea para un país que parece estar perdiendo no ya la identidad, sino también la cordura. Ya no sabe bien ni lo que representa ni lo que, en su esencia más profunda, es.
Habrá que estar muy atentos y tener mucha paciencia a partir del día 7, cuando se prevé que Sánchez pueda convertirse en presidente con todas las capacidades. Porque veremos cesiones y actitudes inauditas. Nunca un jefe de Gobierno en nuestro país ha debido tanto a tantos; y, por supuesto, nunca ha estado tan en deuda con sus propios enemigos.
Pero la paciencia está muy cara estos días, después de tantos meses de campañas electorales, comicios inservibles y propuestas vacuas. De hecho, ya no la tiene ni el Papa, que increpó a una mujer que intentaba saludarle al parecer con más ahínco del que procedía. Si hasta Bergoglio la pierde con una devota –luego pidió disculpas-, cómo no lo van hacer los mercados o los ciudadanos si el tándem gubernamental empieza a provocar sonrojo.
“Lo nuevo provoca pereza y miedo, es comprensible”, dice Alessandro Baricco, el autor de la deliciosa Seda. El pensador italiano se refiere a lo que puede generar la tecnología, concepto que desgrana en su ensayo The Game, pero parece de aplicación, también, sobre todo lo demás, incluida la asombrosoa gesta de Sánchez e Iglesias, capaces de hacer que sus egos se encuentren en el punto justo en el que les conviene a los dos, y hacer que ese punto también valga a formaciones que tan distintos objetivos tienen entre sí y con respecto a los suyos.
Todo empieza el día 7, o quizá todo acaba ese mismo día. Los magos de Oriente dejan aquí una investidura para la que hacía falta algo más que pura magia: también un punto de insensatez y otro de imprudencia.
Puede que Sánchez quiera elevarse como el gran estadista que cree que es, pero parece más probable que los apoyos que está siendo capaz de congregar acaben por investirlo al principio de estos inciertos tiempos para acabar, después, arrasando económica e institucionalmente al país que hemos puesto entre todos en sus manos.