Llegué cinco o diez minutos tarde. Le pitaban armados de inmisericordia. Me recogió en el centro de la ciudad. Una calle estrecha que, al filo del mediodía, congregaba a ancianos sudorosos por el peso de la compra y conductores enfurecidos, borrachos de prisa.
Ante los insultos, ella sonreía y se disculpaba con las manos, como si rezara una oración. Subí, pedí perdón y le indiqué el “lugar de destino”. La tormenta de exabruptos, orquestada por quienes estaban detrás y no podían pasar, le había llovido por mi culpa.
Que alguien nos lleve a cambio de unos cuantos euros es nuestro lujo más cotidiano. El privilegio democratizado. Cuando veo, en una película, al ejecutivo trajeado que bucea en la pantalla de su teléfono ajeno al ser humano que le guía a buen puerto, siento cierta incomodidad. Por eso, cuando me toca, hablo por los codos. Creo que son más los que no lo hacen. La prueba está en el indisimulado entusiasmo con el que los conductores abordan la conversación.
Ella exhibía esa sonrisa de madre que se abre paso, como un tsunami, en el rostro cansado. Calculé unos sesenta años. Pelo canoso, sin teñir, y unas maneras exquisitas al volante.
Como en el anuncio de BMW, dijo: "Me gusta conducir". Sonreía mucho. Sonreía demasiado. Un gesto que debe alertarnos y que suele desembocar en esta dicotomía: esconde algo... o es una bellísima persona. Resultó lo segundo.
Le conté que iba a una “primera vez”. Ella entendió que era una entrevista de trabajo y aceleró un poco más. Le especifiqué que se trataba de un complemento al curro que ya tengo. Ella dijo: “Usted necesita llegar con tiempo, usted necesita suerte”.
Le solicité que abandonáramos el usted y ella aceptó complacida. Aunque, de vez en cuando, impulsada por un férreo sentido del deber, me elevaba al dichoso "usted".
Charlamos de periodismo. Sabía de lo que le hablaba. Su marido, que un día frecuentó esta profesión, emprendió... y se arruinó. Ahora tienen que pagar deudas: la casa, la luz, el agua y un "todo eso" en el que apenas entran caprichos.
Ella se ha echado la responsabilidad a la espalda. Tras renunciar a sus ambiciones profesionales, a su carrera, a su futuro... Y ahí estaba, tan dulce como poderosa. Mujer con el cuchillo entre los dientes. Conduce por la mañana, conduce por la noche. Con la frente marchita. No suelen salir a cenar, apenas van al cine y jamás se plantean las vacaciones. Sus seis hijos, ya independientes, sí cogen aviones de vez en cuando.
-¡Seis hijos! ¡Eso sí que es pagar las pensiones! -bromeé.
-¡Y tanto! -volvió a sonreír-. Dejé el trabajo cuando fueron naciendo para ocuparme de ellos. He vuelto al curro para que podamos llegar a fin de mes. Si te cuento cuál es mi profesión original, te vas a quedar a cuadros -me dijo.
Reconozco que, en aquel instante, lo primero que se me pasó por la cabeza no era precisamente romántico. No sé por qué. Quizá porque lo prologó como si fuera algo que jamás habría imaginado. "Soy médico", anunció.
Hoy trabaja, entre semana, ocho o nueve horas diarias, pero los "findes" se amarra al volante durante doce o catorce: "Así saco un salario digno".
Por deformación profesional, le lancé una pregunta imprudente: "¿No intentaste buscar algo de lo tuyo?". "No tengo el MIR porque, cuando tocaba, dejé el trabajo para ocuparme de los niños. Podría haberlo intentado en clínicas privadas, pero no me pareció ético ni moral. Llevo treinta o cuarenta años sin ejercer. Esta profesión no lo permite", contestó.
También se enfrentó al síndrome del edaísmo, esa tendencia que empuja a las sociedades contemporáneas a vetar a las camareras y dependientas maduras. "Entonces encontré esto", zanjó.
Acto seguido, se definió como "una privilegiada". Me miró a través del retrovisor y, sangrando nostalgia, razonó: "Lo veo en mis hijos, lo veo en vosotros. Vivís al día, os deslomáis en vuestros trabajos, crecéis, pero no podéis hacer ningún plan a medio o largo plazo. Sobrevivís, sobrevivimos, y eso que somos, de verdad, unos privilegiados".
Fue un trayecto largo. Aunque no lo expresara, noté su tranquilidad al conocer que ese viaje lo pagaba una empresa, y no yo. Cuando ya estábamos llegando, no encontré mejor modo para concluir que el típico "bueno, pues así estamos".
Su despedida, cuyas palabras exactas no recuerdo, fue parecida a esto: "Mi día a día, ya a punto de poner fin a la vida laboral, es trabajar para pagar las deudas. Pero, ¿sabes? Incluso así se puede ser feliz".
Porque la vida, deduje de sus palabras, es en realidad el río que transcurre de forma paralela a ese capítulo que podríamos titular "Obligaciones": el encuentro inesperado, las manos entrelazadas, el deseo, el amor de sangre, la carrera de un niño, el clin-clin de los hielos... Ella, en muy pocos segundos, todavía algo condicionada por ese "no quiero molestarle", quiso decir eso. Estoy seguro.
Para cuando me di cuenta, se había bajado del coche y me abría la puerta. Sentí una vergüenza inusitada, algo así como la picadura de una medusa. "No hacía falta, de verdad, muchas gracias". Y ella: "Hasta la próxima, te deseo lo mejor".
Bloqueado por el maldito decoro que encorseta las emociones, no pude despedirme como me hubiera gustado: "Señora, usted es mi patria".