Una vez que yo tuve a mis hijas y empezaron a querer seguir -para mi sorpresa inicial- sus propias voluntades, mi madre ya me advirtió: “Es que no son tuyas, son del aire; que te quede claro: los hijos no son de uno, son de la vida”.
Quizá ella llegó a esa conclusión para tolerar alguna frustración -no mayor, espero, que la de otras madres- que quizá pudiera tener conmigo o con alguno de mis hermanos; o a lo mejor la alcanzó simplemente como consecuencia de la experiencia maternal que había acumulado desde que, con 21 años, tuvo a su primogénito.
Su criterio, tan coincidente con el que ha expresado recientemente la ministra de Educación, Isabel Celaá, centra, junto al concepto opuesto, el nuevo gran debate nacional. Celaá, en respuesta a la estrategia de la comunidad murciana, que apuesta por un “pin parental” en cuanto a la educación de los niños y jóvenes, señaló que “no podemos pensar de ninguna manera que los hijos pertenecen a los padres”.
Surgió a partir de entonces un griterío en las redes y medios que parece más bien una guerra ideológica, tan violenta como lo son algunos partidos de fútbol de los sábados, cuando los padres van a los colegios a ver jugar a sus hijos y acaban peleándose con los progenitores del equipo rival entre gritos e insultos.
La aspereza dialéctica alcanzó un punto máximo cuando la delegada del Gobierno para la Violencia de Género, Victoria Rosell, llegó a sugerir la posibilidad de aplicar el artículo 155 de la Constitución para intervenir la Comunidad de Murcia, con el objetivo de obligar al Gobierno autonómico a suspender la aplicación del veto parental en las escuelas.
Más tarde, ante el revuelo formado, la exmagistrada matizó sus palabras, defendiendo que los comentarios que se le escucharon en la entrevista de la cadena Ser en realidad partían de la ironía. Parecía sorprendida Rosell, como si ella misma se preguntara si no puede una hacer una broma de vez en cuando.
Con su aparente travesura al respecto de un tema tan susceptible de provocar enfrentamientos elementales, la diputada de Unidas Podemos llevó el debate sobre cómo educar a nuestros hijos a un lugar en el que nunca había estado, uno en el que se catapultan sensibilidades radicalmente opuestas entre los bloques políticos.
Quizá para contrarrestar a Rosell fue que tuvimos que escuchar a Espinosa de los Monteros señalar que Vox tumbará los gobiernos en los que participa si no apoyan el veto parental. La guerra sobre los niños, en fin, se ha confirmado como un nuevo y peligroso campo de batalla.
El asunto es, por supuesto, de máxima preocupación. Si educamos de un modo, la sociedad futura tendrá un aspecto; si lo hacemos de una manera distinta, tendrá otro bien diferente. Si destruimos el medio ambiente del planeta -y llevamos ese camino- le resultará difícil sobrevivir a las nuevas generaciones. Si además les ofrecemos una educación obsoleta y poco civilizada, les será imposible.
La normativa en los centros educativos, si no es la adecuada, puede arruinar el futuro de la siguiente generación. Pero también es cierto que esa ruina la pueden traer los padres. Y, en ocasiones, eso es lo que ocurre.
Cuenta el gran neurólogo británico Oliver Sacks en su biografía En movimiento (Anagrama, 2015), que le confesó a su padre que no le parecían mal las mujeres, pero que le gustaban más los hombres. Y le pidió que no se lo dijera a su madre, porque sospechaba que ella no lo iba a entender. El padre de Sacks no respetó el deseo de su hijo y, al día siguiente, su madre le dijo: “Eres una abominación. Ojalá no hubieras nacido”.
No fue en la escuela, sino en casa, donde el autor de Despertares sufrió la mayor crueldad, la de la de la incomprensión maternal ante algo que él no podía cambiar. Eso lo torturó durante muchos años -incluso se mantuvo célibe durante 35- y solo al final de su existencia mantuvo una relación de pareja. Por supuesto, con un hombre.
Es evidente que la educación, la de los colegios y la de casa, lo es casi todo cuando pensamos en la herramienta más trascendente para construir una sociedad tolerante y abierta. Y, con estas cualidades, seguro que brota un universo más feliz que el anterior. ¿No es eso lo que queremos todos?
Ya no le puedo preguntar, pero posiblemente mi madre debió haber leído, como deberíamos hacer todos, a Khalil Gibran, el poeta y filósofo libanés, quien escribió: “Tus hijos no son tus hijos/ son hijos de la vida/ deseosa de sí misma”.