Las noches en vela, los gastos que crecen, la preocupación en esa sala de urgencias de un hospital, la angustia de las salidas nocturnas, el lidiar con los silencios o con los reproches, ese vínculo de por vida, el amor incondicional, nada de eso nos hace propietarios de nuestros hijos, cierto, pero ese no es el debate.
No es lo que se plantea con el pin parental, aunque viendo la desproporcionada reacción de la izquierda y la ultra izquierda en el poder –sí, ya sé, también cortina de humo–, a una le dan ganas de reivindicar todo lo anterior y decir que sí, que los hijos son suyos, aunque para la mayoría de los méritos una no tenga las facturas.
Los hijos no son propiedad de nadie, tienen sus derechos pero los padres, frente al Estado, en lo que se refiere a su educación, también tienen los suyos. Los recoge el artículo 27.3 de la Constitución, la Declaración Universal de los DDHH, la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE y unas cuantas sentencias del Tribunal Constitucional y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Del mismo modo que se da a elegir entre Religión Católica o Valores Éticos. De la misma manera que los niños no pueden salir del centro escolar para una excursión o una actividad cultural sin nuestro preceptivo permiso por escrito, firmado y rubricado ¿es tan absurdo que se nos pida lo mismo para que reciban actividades no regladas, aunque sea en horario escolar?
Más aún, ¿qué necesidad hay de utilizar horas de los contenidos curriculares –como si fueran suficientes– para dar charlas de lo que al político de turno se le antoje? De hecho ¿quién da esas charlas? ¿Cuál es su cualificación para tratar a nuestros hijos –menores– en horario escolar? ¿Tan raro parece que una madre, un padre, tengan algo que decir al respecto?
Es más, dada esa pulsión adoctrinadora de la izquierda y de los nacionalistas. Esa manía de imponernos desde la infancia cómo ser y cómo pensar. Ese paternalismo totalitario en el que se envuelve lo que no son más que ganas de uniformizarnos, ese pin –o lo que sea– debería plantearse también en según qué asignaturas curriculares y en según qué territorios.
En cualquier caso, y por más que esa izquierda –política y mediática– que ha sentido un arrebato súbito de interés por la Educación, pretenda trasladar la caricatura de unos defensores del “pin parental” homófobos, integristas religiosos y pacatos, de los de los niños vienen de París y espera que te cuento lo de la semillita, la realidad es que por más que les sorprenda, existen otros valores y creencias además de los suyos y si en esas charlas se colisiona con ellos, los padres tienen el derecho a que sus hijos no asistan.
El caballo de batalla es la Ideología de Género, nueva moral pública, nueva religión de Estado y aun así mostrada como algo inocuo, científico y que ampara los derechos de colectivos oprimidos –¿por qué nunca individuos?– en razón de su sexo u orientación sexual.
Pero no es cierto, y ahí ponemos el pin. La Ideología de Género no deja de ser un conjunto de creencias sin base científica con las que imponer un modelo de sociedad y de individuo. Con esas teorías uno puede estar o no de acuerdo, pero si no lo está, dado que se trata de opiniones, juicios y dogmas, tiene el derecho de mostrarse contrario a que sus hijos reciban los contenidos con que se explican esas teorías. Y está en ese derecho tanto si no las comparte, como si simplemente le parecen una estupidez o cree son contrarias a la neutralidad que debería primar en la enseñanza.
Ya se intentó con la asignatura de Educación para la Ciudadanía de Zapatero, implantada en todos los tramos educativos y evaluable. La respuesta de los padres fue la objeción de conciencia, pero no contaban con que la escuela concertada –tan ciega para no ver lo que se le vendría encima– pactó con el Gobierno sofocar el incendio de las objeciones a cambio de que la asignatura se impartiese en sus centros en versión light. El resultado fue que el movimiento objetor se desinfló y la materia se impartió sin ningún tipo de cortapisa en todos los centros públicos.
Hoy, según una encuesta publicada en este medio, el 57% de los españoles piensan que “los padres deben tener derecho de veto sobre los contenidos educativos impartidos en los colegios” y sólo un 34,7% se muestra en contra.
Parece que la izquierda –todavía– no ha ganado esa batalla.