Cuando José Luis entró en la cocina por la noche, se encaramó al taburete, abrió el tarro de las galletas de encima de la despensa y cogió la de chocolate, justo en el momento en que mordía, extasiado y pretendiendo ser silencioso, se desestabilizó el taburete.
Entre un gran estruendo, tarros de cristal, trozos de galletas y con unas sospechosísimas marcas de chocolate alrededor de la boca, José Luis cayó al suelo. Un cuadro, vamos.
El estruendo fue morrocotudo (siempre he querido decir “morrocotudo” y nunca había encontrado el momento). Su madre entró corriendo en la cocina, alarmada:
¿Has comido galletas de chocolate a escondidas, José Luis?
No, no, para nada. Yo no he tocado las galletas. Ni siquiera estaba aquí cuando ha ocurrido todo.
¿Seguro?
Bueno, a lo mejor me acerqué al tarro. Pero poco. Y mi intención no era coger una galleta sabiendo que no debo.
¿Seguro?
Justo al lado estaba el brócoli. El brócoli sí puedo cogerlo y a eso había venido yo. A coger el brócoli. Pero claro, la galleta estaba ahí y no podía hacerle el feo. Me habéis educado muy bien, felicidades.
¿Seguro?
Segurísimo. Yo le dije a la galleta que no podía entrar en mi boca, que no estaba permitido, que yo allí había ido de casualidad a por el brócoli. Que el brócoli sí puedo porque es muy sano y tienen vitaminas y la OMS lo recomienda fuertecito. No me mires así. Esto no es lo que parece.
Seamos indulgentes con José Luis, por favor. Al fin y al cabo es un niño chico que lo único que quería era comer unas galletas a escondidas.
Otra cosa sería que el que nos diese excusas, una tras otra y sin sonrojo, fuera un adulto. No sé, un ministro de Transportes, por poner un ejemplo disparatado, que acude de madrugada en su coche particular a una pista del aeropuerto de Barajas donde, en una aeronave, tiene un encuentro con la vicepresidenta ejecutiva de Maduro, Dalcy Rodríguez, que tiene prohibida su entrada en la Unión Europea debido a sanciones por violación de los derechos humanos. Ahí es ná.
Otra cosa sería, por exagerar digo, que al no ser suficientes las excusas ofrecidas se emitiera una entrevista spa, preparada ad hoc, en la que una implacable periodista, de gesto grave y afectado, le hiciera las preguntas justas para hilar las diferentes justificaciones, cada socapa improvisada, para dar forma a una sola versión (aceptablemente verosímil, relativamente creíble, moderadamente probable) que resulte exculpatoria.
Otra cosa sería, volvámonos locos, que estuviésemos ante el nacimiento de un nuevo formato televisivo: la entrevista subterfugio. Y nosotros aquí, tan panchos, sin celebrarlo lo suficiente.