En el mundo de los datos, de las probabilidades, de las estadísticas; en el mundo matemático de las demostraciones fehacientes y los discursos categóricos, José Luis Cuerda nos habló de lo pequeño. De los poemas diminutos que se esconden en las cosas: en la lamparilla encendida, en la rodilla desnuda de una mujer, en las ventanas con vistas al campo. De los detalles descacharrantes, surrealistas e irónicos con los que nos asalta la vida todos los días, ridiculizando nuestra impostada seriedad, nuestros uniformes, nuestros horarios, nuestra estúpida manera de dignificarnos mediante la disciplina.
Él ponía la mirada en lo que nos desarma, en lo que nos sorprende, en lo que desbarata nuestros planes: fundamentalmente el amor, el humor y el arte. A mí apenas me interesa ya nada más; por eso le quería.
José Luis Cuerda era una greguería andante, una chanza cocinada en Albacete, un hombre mágico en el sentido profundo de la palabra; porque su universo era todo lo que no se puede medir pero existe, sentimos que existe, lo sentimos en los huesos -aunque nadie crea ya en las premoniciones del cuerpo-.
Amanecer al contrario, nacer en un huerto, llorarle a las calabazas: sabemos que pudo ser, sabemos que formamos parte de lo increíble, y saberlo no nos hace más núbiles ni más indefensos. Al revés: nos da relieve, nos da vigor, nos vuelve más guapos, más chispeantes y menos dogmáticos. De Cuerda aprendimos a volcar en los instantes más cotidianos una parte inmensa de juego.
Ernesto Sábato, que vivió la ciencia hasta la frontera misma -estudió las radiaciones atómicas, enseñó teoría de la relatividad a los doctorandos y pronosticó la crisis espiritual de un mundo locamente tecnófilo- decía que se sentía aterrado filosóficamente porque habíamos empezado a entender al ser humano sólo como un ser racional: “Y el hombre no es razón pura, como ha creído el pensamiento ilustrado y la ciencia; es razón pura, pero, además, sinrazón, como diría Cervantes. El hombre es mito, es símbolo, es sueño, son pasiones y sentimientos. La parte más importante del hombre es irracional”, expresó.
En esto operaba Cuerda: en ese no sé qué que nos distingue del animal y del robot. A mí me da pánico que con él se esté muriendo algo enorme y poderoso, toda una manera lúdica y sensible de entender el mundo, porque miro alrededor -y me asomo al espejo- y nos observo a todos más apocados, más cortarrollos, más severos.
Cuerda creía, como Blas de Otero, en que “nuestra gente dice cosas formidables / que hacen temblar a la gramática”. Creía en el lenguaje de los barrios y los pueblos, en el giro, en el desafío a la norma. Entendía del desencanto pero también hacía de la belleza una alcanzable necesidad.
Picasso decía que tardó cuatro años en aprender a pintar como Rafael, pero que pintar como un niño le llevó toda la vida: creo que eso resume muy bien quién era Cuerda, un ser que estaba constantemente desaprendiendo banalidades de adulto para acercarse peligrosamente a la pureza, la verdad y la imaginación de los críos. Era de una sencillez desarmante en la era de los wannabes.
Recuerdo que en los años universitarios, cuando comenzaba a caer en la tentación de ser moderna -beber té con leche de soja, acudir a ARCO como a la Meca, leer al primer tolai que se autodenominaba poeta- fui, en la misma semana, a ver La Venus de las pieles de Polanski y una reposición de La lengua de las mariposas de Cuerda. Se me quitaron muchas tonterías de la cabeza al sentirme apelada -verdaderamente apelada, no cosméticamente seducida- por aquella película frágil y hermosa ambientada en un pueblecito perdido, donde la figura del maestro era la luz de la República, donde importaban el romance secreto y la verbena, el baile, la orquesta, la hierba y el pájaro.
Una película donde se hablaba de que el infierno somos nosotros -no los otros, como decía Sartre-, donde se citaba a Machado, donde se recordaba constantemente que “la libertad estimula el espíritu de los hombres fuertes”; un cuento muy real sobre los primeros síntomas de la violencia, sobre cómo los fascistas intentan exterminar la cultura porque temen sus poderes, sobre cómo nos vendemos al fuerte. Una historia de infinita dignidad sobre cómo, tras los insultos finales de “rojo, ateo, sinvergüenza” y las piedras lanzadas con confusión y rabia nueva, aún quedan las palabras puras: tilonorrinco, espiritrompa. Palabras valiosas para un niño que no lo sabía, pero iba a crecer en la España gris del silencio.
Estos días me he visto a mí misma intentando revivir mi móvil viejo para encontrar un SMS que me mandó Cuerda, pero al trasto ese no hay quien lo anime: recuerdo que me decía que estaba en mi tierra, en Málaga, y que qué luz, que allí era imposible cabrearse y que teníamos que comernos un cordero y brindar con un vino blanco de los suyos.
Nunca lo hicimos; como casi nunca llegamos a hacer las cosas fundamentales. Dejamos que se diluyan las grandes citas, seguramente porque somos gilipollas o porque pensamos que siempre podemos reinaugurar una conversación apasionante. Pero también ellas se van.
Hoy me parece simbólico lo del SMS, esa forma de comunicación ya casi extinta de un tiempo reciente que se aleja muy rápido y que arrastra cientos de cosas bellas con él, como añoraba Sábato. Estamos más huracanados, más perdidos, más idiotizados sin talentos antiguos y genuinos como el de Cuerda. Míranos tú, qué gracia: cojitos pa tó la vida.