Como es bien sabido, la educación es entre nosotros el más socorrido pretexto para ventilar disputas que poco o nada tienen que ver con lo que debería ser el propósito y la misión de nuestro sistema educativo: contribuir a formar ciudadanos competentes para aportar a la sociedad lo mejor de sus capacidades, dotados de conocimientos que los ayuden a desarrollar de la manera más satisfactoria posible sus proyectos como individuos y provistos de los recursos necesarios para formar su propio pensamiento y ejercitarlo con libertad y espíritu crítico.
En lugar de atender a estos retos, preferimos utilizarla como ariete para propiciar la propagación de visiones particulares, generalmente fraguadas con ánimo de disputarle a otro la influencia sobre la población o de impulsar agendas políticas que muy bien pueden chocar, de forma sutil o flagrante, con los valores y los principios comunes que se derivan de previsiones legales y constitucionales.
La mejor prueba la tenemos en estos últimos tiempos, en los que el debate se centra en un aspecto claramente accesorio —el control parental de contenidos extracurriculares— que por lo común se gestiona de manera más que razonable en el seno de la comunidad educativa, gracias a la cualificación y el criterio de los docentes y la interlocución habitual con padres y madres.
Mientras tanto, pasa por completo inadvertida una magnitud de veras pavorosa, que debería disparar todas las alarmas y que sin embargo apenas es objeto de atención en círculos especializados. Según las últimas cifras facilitadas por el INE, nuestro índice de abandono escolar temprano no logra bajar del 17,3 por ciento, y asciende hasta el 21,4 por ciento en el caso de los varones.
Lo que esta cifra significa, entre otras cosas, es que somos los campeones europeos del triste deporte consistente en no completar estudios de nivel superior a la secundaria obligatoria. Más de 17 de cada cien españoles de ambos sexos, 21 de cada cien varones, han terminado como mucho la ESO y no cursan más estudios, ni de bachiller, ni universitarios, ni de formación profesional. Eso supone un ejército integrado por uno de cada seis españoles —uno de cada cinco varones— y condenado al empleo precario y/o de baja cualificación. Un empleo que no les proporcionará una renta suficiente para cubrir sus necesidades, que estará siempre al albur de su rápida destrucción durante los ciclos económicos adversos —con la dosis de incertidumbre y de infelicidad consiguiente— y que se verá fácilmente desplazado por los procesos de automatización y robotización. Se tratará, en definitiva, de unas personas cuyo trabajo tendrá un escaso valor añadido, con lo que eso tiene de pernicioso para ellos mismos y también para la productividad y competitividad del país.
Esto es así y seguirá siendo así con pin y sin pin, porque las medidas que pueden conducir a revertir la situación, complejas y de calado, nada tienen que ver con él y ni siquiera están en la agenda ni en nuestra conversación pública. Cabe indicar que la media europea de abandono está en el 10 por ciento —la mitad—mientras que hay países, como Suiza, que se sitúan sobre el 4 por ciento —la cuarta parte—. Quizá sea, entre otros motivos, porque en Suiza el debate público sobre la educación, que es muy vivo y permanente, suele versar sobre otras cuestiones.