A medio camino entre la España vacía y las grandes ciudades. En una residencia de ancianos que olía a eucalipto y libros viejos. A través del cristal, el sol tostaba la cara de doña Mercedes. 98 años y toda una vida por detrás. Casi un siglo… y toda una memoria por delante.
Caí allí por casualidad. Me acerqué a ella porque me dijeron: “Doña Mercedes conoció a los nazis”. Sentado a su vera -habiéndome disculpado por el morbo y el asalto- le rogué permiso para bucear en sus recuerdos. Dijo “sí” y empezó esta charla de la que, más tarde, tomé notas apresuradamente.
No soy su nieto, ni siquiera un sobrino lejano. Jamás nos habíamos visto y puede que no volvamos a hacerlo. Precisamente por esa ausencia de obligaciones morales, los dos valoramos ipso facto las virtudes de la entrevista.
Yo iba a recabar un testimonio de los que ya no quedan. Iba a mirar a los ojos de la guerra. Iba a escuchar la tragedia. Con pocos adjetivos y muchos verbos. Escalofría pensar que, dentro de cinco o diez años, sólo nos quedarán los papeles y la ficción. Ella, doña Mercedes, se adjudicaba, de pronto, una larga conversación con la que amortiguar el tedio. Sonreía mucho, de manera indulgente, como si la oscuridad de aquel tiempo arrojara fogonazos de luz al entrar en contacto con este presente tan cómodo.
Mercedes nació en 1922. Ha vivido el ocaso de la monarquía de Alfonso XIII, la dictadura de Primo de Rivera, la II República, la Guerra Civil, la posguerra, el franquismo, la Transición, la democracia… De niña, vivía en un pueblo pequeño de apenas 3.000 habitantes. Muerto su padre, teniendo su madre serias dificultades para criarla, se la llevó un tío suyo a Biarritz, ciudad frontera. Era 1935.
Esa circunstancia cambió su vida. Un año después estalló la guerra. En los pueblos de un lado y de otro -me contó- se fusilaba con un deleite inusitado: “La política daba igual… Todo eran envidias. Denunciabas a ése con el que habías tenido alguna pelea y se lo cargaban. Uy, es que los pueblos… Aquí pasan muchas cosas”.
De repente, llegó a Biarritz un vecino: “Todavía lo recuerdo… Había conseguido escapar a Francia. Lo metimos en casa. Llevaba una barba tremenda, que le cubría casi toda la cara”. Aquel hombre traía consigo un mensaje: habían detenido a la madre de Mercedes y le habían “rapado el pelo a navajazos”.
-¿Por qué?
-Las envidias, las envidias… Alguien la había denunciado. ¿Sabes qué pasa? Nosotros teníamos tierras… Luego la soltaron.
-¿Se lo contó ella misma?
-Sí, años después.
-¿Y cómo se lo dijo?
-Que no pasaba nada, que el pelo crece.
-¿Pudo hablar con su madre durante la guerra?
-No. En Biarritz sólo se llamaba a través de la central telefónica, que estaba restringida y censurada.
-¿Por carta?
-Sí, intercambiábamos cartas, pero llegaban abiertas. También estaban allí mis hermanos.
-Pobrecillos...
-De pobrecillos, nada. Es lo que nos tocó vivir.
Cuando se acabó la guerra de España, estalló la europea. Mercedes era una niña que jugaba en la playa a lo de “¡zapatilla, zapatuela, corre que vuela!”. Y, de repente, comenzaron a desfilar “los alemanes”.
“Cuando llegaron, lo requisaron todo. Nosotros tuvimos suerte porque mi tío, que trabajaba en el Grand Hotel, era muy amigo del jefe de cocina. Nos guardaba siempre un trozo de ternera, pan y más cosas. Lo transportábamos a casa tapado y en un carro”, dijo doña Mercedes. Esa comida había que repartirla entre todo el vecindario, que empezó a conocer los estragos del hambre.
-¿Y cómo eran los nazis?
-Yo no hablaba con ellos. Íbamos a los nuestro… Muy serios, grandotes, de uniforme, marchaban por ahí… Otros salían a comer y a beber vestidos de paisano…
En un abrir y cerrar de ojos, el Tercer Reich se hizo con la ciudad. En aquella calma tensa, como en el Madrid de la República, funcionaba el cine, vibraba el casino, se bailaba en los escenarios... "Yo no me daba cuenta, no sentía nada hacia los alemanes... Peores me parecían los ingleses, ¿sabes por qué? ¡Fíjate qué tontería! En Londres, en la explanada esa de los turistas, nos quedamos a ver a los guardias y nos echaron de malas maneras. Se me quedó grabado. Los nazis confiscaban y se quedaban con todo, pero los niños no éramos conscientes. El horror del nazismo lo conocí mucho después".
Cuando Mercedes regresó al pueblo con su madre, "todo había cambiado". El paisaje era otro: la tiniebla, la prudencia, los nuevos patriarcas, los desposeídos, la tierra sobre las fosas, los agujeros en las cunetas...
Me levanté. Antes de irme, aparté la silla en la que me había sentado y le acerqué el andador. Nos dimos las gracias. La novela vivida por doña Mercedes es la de todo un país. Hay una en cada árbol genealógico. Muchas están acurrucadas en residencias, ahogadas de soledad, como nuestra protagonista aquella tarde. Cuando crucé la puerta, pensé: "Maldita sea, ¿quién me lo dijo? Tenía razón. Nuestra Historia está hecha de silencios".