A veces le da a uno la sensación de que hay quien tiene cierta nostalgia de aquello. Quien añora la circunstancia en la que el adversario político, reducido a la impotencia y el silencio, obedecía sin más lo que se le mandaba e imponía por la fuerza. Quien por la noche, en sus sueños más húmedos, ve un futuro en el que se podrá volver a neutralizarlo del mismo modo.
Sin embargo, en democracia, al adversario político ni se le cautiva ni se le desarma. No se le desarma, entre otras cosas, porque no está armado; porque el monopolio legal de las armas lo tiene el Estado y lo gestionan instituciones serias al servicio de toda la ciudadanía y que salvo deslices de algún atolondrado no van a ponerlas jamás al servicio de la refriega partidista. Vale para las Fuerzas Armadas, vale para los cuerpos policiales, tanto estatales como autonómicos, y ocasión han tenido de probarlo en fechas recientes, codo con codo y afrontando situaciones de riesgo elevado, complejidad notable y compromiso máximo.
Tampoco se le cautiva, porque bajo la legalidad democrática las celdas están reservadas a los delincuentes declarados como tales por los jueces en un proceso con garantías, presunción de inocencia, derecho de defensa y principio de legalidad. Quien no está de acuerdo con uno, quien ni siquiera está de acuerdo con el sistema o con las propias leyes, y se limita a proclamarlo ante los electores o en el parlamento, goza del derecho a continuar en libertad y manifestando lo que tenga por conveniente, por más que nos moleste, contraríe o fastidie. Y lo seguirá haciendo, sin que nadie se lo impida, mientras no pise el Código Penal.
En ese contexto, que deberíamos aceptar ya todos, a ambos lados del espectro político e ideológico, y también desde el poder central y desde los periféricos, no puede mantenerse por tiempo indefinido la estrategia consistente en negar toda razón y toda prosperabilidad a las posiciones del rival, y empecinarse en que el tiempo le acabará persuadiendo de acatar las nuestras. No va a suceder, no se le puede forzar a ello, y mejor que así sea.
En algún momento y de alguna forma, pues, hay que poner una mesa por medio y empezar a acariciar, trabajosamente, la posibilidad de llegar a alguna forma de transacción: eventual más que definitiva, porque los asuntos humanos se compadecen poco con la pretensión de grabar en piedra sus soluciones.
Hay algunas razones para pensar que la mesa que se acaba de poner podría configurarse mejor, abordarse con más leal y más clara determinación por unos u otros o ambos, partir de presupuestos menos viciados, retóricas menos incoherentes y hasta interlocutores más solventes y fiables. Es la que hay, en todo caso; y a ambos lados, gobiernos votados por sus electores respectivos, aunque también haya votos que no tienen y que no deberían olvidar. Es fácil descalificarla a priori, esperar que se salde con un fracaso estrepitoso. Es incluso legítimo, cómo no, la democracia también implica convivir con esas posturas.
Lo que no hay es una alternativa que evite sentarse, que lo congele todo y nos haga así felices. Ni cautivos ni desarmados van a estar nunca. Son nuestros vecinos. Somos nosotros.