En 2001, en plena euforia de la mayoría absoluta aznarista, dimití como diputado del PP en el Congreso. Recuerdo que las relaciones de la bancada socialista y popular eran todo menos deferentes.
El parlamentarismo, el Salón de Sesiones, es el lugar de encuentro de los representantes de los ciudadanos en el que se marcan las diferencias políticas dentro de un respeto y cortesía al adversario, que unas veces está en el poder y en otras ocasiones en la oposición.
Como diputado, en muchas ocasiones insistía en una idea que ha tenido poca fortuna. Entendía que había que llevarse “mal” en lo político con el PSOE pero “bien” en lo personal. Muy al contrario, las relaciones entre los diputados de ambos partidos eran penosas en lo personal y apenas se marcaban diferencias en lo político. La mayoría de ambas bancadas compartía una enorme cantidad de puntos de vista socialdemócratas.
El caso es que mis amigos parlamentarios de los dos partidos me informan que, desde el inicio del siglo, el ambiente en el Congreso es cada día más irrespirable y que el Salón de Sesiones más parece un patio de vecinos que un elegante y cortés salón de los encuentros.
Hemos pasado de la cortesía parlamentaria de las primeras legislaturas de la Transición a la brutalidad de los insultos y descalificaciones que recuerdan a las Cortes de la II República. La elite republicana, que tanto celebra la izquierda al reivindicar aquel régimen político, fue de todo menos modélica.
La polarización política lleva a la polarización verbal y las palabras se convierten en armas arrojadizas que cada vez tienen que tener un calibre más grueso pues de otro modo no son noticia.
Palabras como puños es el título de un libro muy recomendable, coordinado por el historiador Fernando del Rey, en el que destaca la irresponsabilidad de los dirigentes republicanos al utilizar un discurso guerracivilista o partidario de la dictadura del proletariado (Largo Caballero), sobre todo en la primavera de 1936.
Con todo, el uso del lenguaje grueso no ha llegado en la actualidad a esos niveles porque el contexto es muy diferente. En primer lugar es un error caracterizar el actual gobierno como de “Frente Popular”, por más que las coincidencias de siglas así lo sugieran. En apenas cuatro meses de Frente Popular, desde febrero de 1936 hasta el 18 de julio de 1936, se produjeron en España más de quinientos asesinatos políticos; tampoco es de recibo negar la legitimidad del gobierno.
Un gobierno parlamentario es legítimo y legal. Pero además, caracterizar al gobierno de “criminal” es un exceso. Si este gobierno (o cualquier otro) comete un delito, para eso están los jueces para investigarlo y condenarlo.
Por supuesto, en el otro lado del arco parlamentario, la insistencia del insulto de “fascista” contra todo lo que no coincide con la izquierda nos retrotrae a la peor tradición de esos políticos de los años de la década de 1930.
El pasado lunes, un columnista habitual de El País, Vidal-Folch, se despachaba con un artículo que sostenía un agudo análisis: "El peor problema de España es la derecha”. Puestos a descalificar, se podría responder que la izquierda española ha evolucionado hacia los años treinta, cosa que no es cierta. No me imagino a Largo Caballero autodefinirse como “un modesto reformista”.
Del mismo modo que todo el arco político del centro derecha español es constitucional, democrático y más o menos liberal, la izquierda, en su mayoría, aprendió la lección de 1936 y después de la II Guerra Mundial abandonó el socialismo revolucionario, aceptó el parlamentarismo democrático y, con Felipe González, el PSOE renunció al marxismo.
Por eso resulta anacrónico y un error el uso de palabras gruesas, de palabras como puños en política. No estamos en la tensión de los años treinta. No hay más que darse un paseo por cualquier ciudad española.
En lugar de descalificaciones hacen falta razonamientos proactivos, deferencia y cortesía en la relación personal entre los políticos y pasar de la ensoñación de utopías irrealizables a la propuesta de programas políticos realistas y reformistas.