Sexto día de confinamiento.
Las calles de mi ciudad están vacías. Eso me dicen, porque yo no las piso.
El horizonte se ha convertido en un lujo. A cambio tengo la multitud de terrazas y tejados que rodean la mía. 10.000 pasos ida y vuelta, mejor cuando se hace de noche y parece menos un sinsentido andar arriba y abajo, algún zigzag de vez en cuando, auriculares puestos, últimas cifras, últimas noticias, últimas medidas.
Un horario, un orden, una rutina, una disciplina. El ordenador es una ventana. El móvil, un patio de vecinos (en las terrazas también hay vecinos, no los conocía). Una abuela –lo imagino, por la voz cascada– canta en bucle una canción infantil que me cantaba mi madre y yo canté a mis hijos, para entretenerlos, para tranquilizarlos, una salmodia.
Celebrando cumpleaños ajenos en reclusión, dando lo mejor de nosotros en videoconferencia múltiple. Sin orden, sin concierto, quitándonos la palabra, sin tenerla nunca, pero con ganas de transmitir lo mejor al otro y acabando como un Decamerón (por lo de la epidemia, digo) sincopado y sin sentido. Y una promesa repetida a la familia, a los amigos, a todos los que asoman su cara en la pantalla del móvil: cuando esto se acabe…
Y en esa burbuja en la que se convierte tu casa, por momentos olvidas lo excepcional de la situación que te confina entre las paredes de lo que llamas tu hogar. Hasta que tu hijo te dice que le han despedido y tu hija asume que no podrá volver en un tiempo a Chile –a su casa, a su vida– y que todo eso es por un motivo que nos supera, que es mundial y que de vez en cuando, nos parece irreal, como un limbo difuso y lábil del que en cualquier momento nos van a hacer saltar.
Variaciones Goldberg para ordenar el pensamiento. Masquerade de Khachaturian para empezar a escribir con brío y sin pereza, una de Danza de los Caballeros, para seguir. Smetana, Rachmaninov, la Danza Macabra de Saint Saens para no perder el hilo y Haendel para mantenerlo en tensión. Prohibidos Satie, Faure, Debussy o Ravel, tan cercanos a otras guerras que no se sabía que tocaría librar.
Casi impecable en mi casa, guardando las formas, las maneras y el aspecto. Cocinar, ordenador, series, ordenador, poner orden –en casi todo–, ordenador, limpiar, desinfectar, ejercicio, leer, hablar, pensar poco, escuchar mucho, asimilar después, y la dichosa sensación, la impotencia de no saber qué hacer para ayudar.
Se acerca la noche y toca aplaudir y lo hago con ganas, por agradecimiento, por solidaridad y por sentir que no está muerta esta ciudad fantasma.
Una sociedad dispuesta a dar lo mejor de sí misma. Obediente, solidaria, responsable, confusa al principio y tan asustada como inconsciente. Pero ahora, la España del búnker de papel higiénico ha recobrado, sin más guía que la de unos héroes anónimos, su sentido común y se ha puesto en primer tiempo de saludo. A lo que haga falta. Por ahora.
¿Y al frente de todo esto? Nominalmente un presidente de Gobierno e incluso un vicepresidente y unas cuantas vicepresidentas. Los dos primeros, ambos con sus parejas, esposas o como consideren, infectadas de coronavirus. Ambos haciendo lo contrario de lo que han prescrito a la población (porque la cuarentena es de pobres y el confinamiento, también).
¿Liderazgo? No lo veo. En momentos como estos emergen los estadistas, los que inspiran confianza, los que toman decisiones a tiempo, los que no miran de reojo las encuestas antes de tomarlas, los fuertes, los generosos, los valientes.
De eso no tenemos en el puente de mando. Ni por asomo. Demos pues gracias a la tropa y aplaudamos, una y otra vez, a los que nos están salvando.