He soñado que ponían Manolito Gafotas en TVE, quizás porque Gonzalo lleva días pidiéndolo por Twitter. Parece que el Gobierno está en otras cosas, no sé. Algo de una pandemia. La primera semana fue la peor; ahora uno se acostumbra a caminar de la ventana del cuarto a la cocina mientras el espíritu le choca con las paredes, como si fuéramos un tigre, una jirafa, un elefante, un animal demasiado grande y triste en una jaula estucada, incapaz ya ni de aspirar fuerte a la tierra perdida. Se hace uno a todo, hasta a perder los derechos fundamentales, pero la rabia de fondo no se va. La diminuta ira diaria.
He intentado ser indulgente con los que mandan, por todo esto de que es una situación excepcional, de que nadie la vio venir, bla, bla, pero ya no me apetece. Qué importa, no voy a esforzarme en ser ecuánime, en ser templada, menos cuando el Papa ya ha hecho una perdonada de pecados general: estoy enfadada por la lentitud y la torpeza en la reacción, estoy cabreada profundamente porque aquellos que tenían que ser precoces y visionarios en sus diagnósticos -no nosotros, el pueblo llano, que para algo no cobramos el sueldo de las élites políticas- no lo hayan sido, estoy irascible porque me han domesticado, me han tutelado y me han encerrado en una casa en la que ya no recuerdo cómo era mi vida ni sé si la recuperaré sin cambios terminales.
Estoy furiosa, muy especialmente, por las vidas arrebatadas, arrebatadas de verdad, que desaparecen todos los días en hospitales saturados sin poder jamás tener un entierro digno. Estoy enferma por la dignidad robada. Estoy temblando de cabreo y de miedo: quizás más de lo segundo que de lo primero.
Me ha contado mi madre que mi abuela ha perdido siete kilos porque mi abuelo andaba chungo, con fiebre, y le daba pavor que un día se lo llevaran y no volviera a verlo más. Hay un enemigo vampírico que es cruel e invisible. Estamos tan solos. Tan locos. Y tan indefensos.
Siento cólera por la extirpación de nuestros ritos fúnebres, de nuestros símbolos, de los lutos a nuestros muertos con legitimidad antropológica. Siento indignación porque se nos está acostumbrando el ojo a la cifra de fallecidos, una cifra loca y creciente, obscena y devastadora. La contemplamos ya vacíos, como quien vigila sin inmutarse al caballo rápido del hipódromo. Sólo nos afectará realmente cuando uno de esos muertos sea alguien a quien amamos. Puede pasar en cualquier momento; es un sorteo fatal.
No creo en absoluto que la derecha lo hubiese hecho mejor -al fin y al cabo, carga con la vergüenza y la culpa de haber resquebrajado la sanidad pública-, pero alguien tendrá que asumir responsabilidades en esta verbena negra. En un lado y en otro. Por aquí no vamos a olvidar tan rápido. El virus no puede llevarse también nuestra capacidad crítica, nuestras disidencias, aunque haya que dejar esos deberes para más tarde por pura supervivencia. Temo que nos volvamos sumisos, mansos, eternamente obedientes. Esa idea también me enerva. Por todo eso sueño con que programan en TVE Manolito Gafotas, porque lo necesito para aplacarme el ánimo, para reconciliarme con la ficción ahora que la vida ya no basta.
Necesito volver a Carabanchel Alto, a los puñetazos del Yihad que nos recordaban la terrible ley del más fuerte, al niño que temía pasarse toda su vida adulta pagando aún las letras del camión de su padre. Necesito volver a los libros de Elvira Lindo que forjaron nuestra conciencia de clase sin pretenderlo -como las canciones de Estopa-, con una pureza y una dignidad antiguas.
Necesito ver a Manolito vestido de El Zorro y cantando La Campanera de Joselito en un chiringo, en esa escena tan arrebatadoramente hermosa en la que las familias obreras de provincias se acercan -por fin- al mar, un lujo que era de todos, una bocanada de placer para los chavales de barrios sin zonas verdes y sin demasiados sueños. Qué felices fuimos, algunos ratos, con la paella y el pescao barato, tomando un sol limpísimo, después de todas las desazones.