La ficción distópica vive un momento dulce en medio del confinamiento y la tragedia. La predilección catastrófica en un planeta conmocionado por la emergencia sanitaria y la crisis resulta perturbadora. Ni la sublimación de los infiernos domésticos en el sufrimiento imaginario de los otros, ni la vanidad del dolor contra la que advertía Séneca descifran a qué obedece esta insana querencia por la morbidez en pleno derrumbe.
Entre todas las versiones del apocalipsis que nos ofrecen las plataformas televisivas, la película española El Hoyo se ha convertido en un acontecimiento. El filme muestra un sistema carcelario vertical, en el que los presos de los niveles inferiores se comen las sobras de quienes purgan condena en los niveles superiores. En realidad hay comida suficiente para todos, pero el temor a morir de hambre y la kafkiana inmutabilidad del sistema desatan el egoísmo, la crueldad y el crimen.
En la escenografía confluyen la sobriedad escenográfica con que Michael Radford llevó al cine la obra magna de Orwell y la violencia surrealista y expresionista del banquete de los parias en Viridiana. El planteamiento es sencillo y carece de pretensiones moralizantes, pero la cinta funciona porque es una alegoría eficaz sobre el egoísmo y la distribución de la riqueza como fuentes de todo conflicto.
El hecho de que este primer largometraje del director vasco Galder Gaztelu-Urrutia haya pasado de lograr cierto reconocimiento en los circuitos especializados a arrasar en Netflix ha propiciado todo tipo de explicaciones sobre las razones del éxito de una historia tan dura.
Yo creo que resulta muy fácil empatizar con personajes atrapados en prisiones, así como establecer paralelismos entre los dos arquetipos principales representados en El Hoyo y el comportamiento de los grandes actores de la distopía en que vivimos.
El idealismo del protagonista que trata de subvertir el sistema y redimir de su miseria y de su estupidez a sus víctimas-verdugos se vislumbra en quienes olvidan sus diferencias ideológicas para aplaudir al unísono cuando cae la noche. También en quienes convierten sus estrecheces y sus privaciones en la fuerza de su estoicismo y de su compromiso para arrojar algo de luz y esperanza ante el mayor desastre que padecen España, Europa y el mundo desde 1936.
El otro gran arquetipo de El Hoyo, lamentablemente, también está teniendo su correlato en nuestra distopía. Lo representan aquellos sujetos o grupos predispuestos a convertir la desgracia de todos en una estrechita ventana de oportunidad para sus privativos intereses, por contraproducente que pueda resultar tan cicatera estrategia para el conjunto. Lo representan los incapaces de comprender que la gravedad del momento, a la luz o sombra de sus decisiones, determinará el juicio sobre su grandeza o pequeñez: la razón de la Historia es implacable.
La lección más importante de esta película apela quizá a la importancia de los comportamientos individuales, que sostienen las grandes transformaciones. Según esta tesis, más allá de la calamidad, El Hoyo seríamos cada uno de nosotros.
Qué duda cabe que nuestro país y el mundo de ayer están llamados a un profundo e inevitable cambio. No está de más tenerlo presente a la hora de escoger si hacemos de nuestro esfuerzo, nuestras decisiones y nuestra solidaridad la esperanza de los demás. O si, movidos por un obtuso ventajismo, no tenemos reparo en convertimos en instigadores y cómplices de la adversidad, cuando más necesarias son la esperanza y la unidad.