A medida que se prolonga el encierro, las paredes de casa se estrechan, el capital de buen ánimo se agota, el estoicismo flaquea y la confianza respecto del porvenir se desvanece empujada por el desasosiego. Más allá de que el confinamiento sea una fuente de ansiedad individual, el pesimismo aparece como un fenómeno identificable en la psicología social de esta crisis.
La sospecha de que cuanto más se sabe de la pandemia más razones hay para temerla aumenta espoleada por la naturaleza de su letalidad. Vemos que el Covid-19 se ceba en ancianos y enfermos, sin privarse de jóvenes y sanos. Y vemos que, así como hay infectados asintomáticos que despachan el virus sin enterarse, en otros casos el mal se ensaña en un hervidero de fiebres altas y disneas sofocantes.
Sin embargo, aunque los detalles mórbidos disparan el miedo, no podemos permitir que el miedo se erija en soberano. Y mucho menos cuando la estrategia de confinamiento está demostrando su eficacia, y habiendo razones para confiar en que caminamos en la buena dirección.
Nuestro país está desplegando un esfuerzo sin precedentes en gasto social, existe la voluntad y la convicción generalizada de que Gobierno, oposición y agentes sociales acordarán una respuesta conjunta, y existe un compromiso creciente de la comunidad internacional, en el sentido de abordar esta crisis sin las recetas de austeridad que tantas desigualdades produjeron tras la Gran Recesión de 2008.
Si aceptamos que la información vacuna contra la ignorancia y ayuda a embridar el miedo, habrá que preguntarse entonces por qué cuanto más leemos, vemos y escuchamos sobre la pandemia, más feroces y amenazantes se representan sus estragos.
La explicación resulta de una ecuación aritmética básica en un mercado de ideas e impresiones en la que los inputs negativos desplazan por avalancha a los positivos. Ello se debe a que mientras éstos exigen un rigor y un esfuerzo intelectual trabajoso y abundante en los matices, aquéllos se suceden en aluvión porque sólo requieren el concurso de la manipulación y la mentira.
En medio de la pandemia más grave en cien años, y ante el riesgo de que la pesadumbre añada dolor a la tragedia, acabar con los bulos y desmontar a los catastrofistas debería ser un objetivo compartido por políticos y periodistas. Están en juego la reconstrucción y que esta gravísima pandemia no tenga como efectos colaterales un repliegue de las naciones y el resurgimiento de los nacionalismos, de la insolidaridad norte-sur y del autoritarismo.
Cosa distinta es que nunca faltan quienes, apelando a la libertad de expresión, prefieran amparar a los intoxicadores porque esa mercadería, por vulgar y defectuosa que resulte, propicia un clima favorable al dudoso rédito de emplearse, caiga quien caiga, contra toda esperanza.