En 2011, en la Puerta del Sol de Madrid, emergió la rebelión de los indignados. En la década de 2020, es probable que asistamos a la rebelión de los productores. La rebelión de los indignados se solventó en 2015 con más y peor de lo mismo: más burocracia, más impuestos, más deuda, ínfima calidad en la representación y la democracia y muchos más asistidos.
En la crisis, la confusión; en la confusión, diagnósticos erróneos. No soy tan pretencioso como para tener “la solución”, pero la experiencia permite sugerir algunos caminos que, con seguridad, no son los acertados. Uno de ellos es contraponer el Estado nación (la creación institucional de las sociedades libres que ha generado seguridad, libertad, democracia y crecimiento económico) con la globalización.
La globalización, iniciada en el siglo XVI por España con el primer viaje alrededor del planeta, es la evolución natural del capitalismo. No responde a un plan preconcebido ni obedece a oscuros conciliábulos de multimillonarios conspiradores. Gracias a la globalización, las sociedades son más prósperas y reconduce la competencia entre las naciones hacia el mercado. Es una diferencia positiva con los siglos XIX y XX, en los que la competencia se dilucidaba en guerras por la supremacía imperial.
La competencia en el nuevo orden internacional se plantea en un doble nivel: por un lado, los ciudadanos globales entre sí y, por otro, los antiguos Estados nación entre sí, tratando de ofrecer los ámbitos más favorables para la inversión y la producción. Y es que los mercados castigan duramente a los gobiernos ineficientes y corruptos, la inseguridad, la inestabilidad y los altos costes agregados a los productos por la sencilla razón de que es relativamente fácil encontrar otros ámbitos territoriales que ofrezcan seguridad, estabilidad y menores costes.
En los países en los que la estabilidad y seguridad se da por garantizada, los costes son el dato fundamental. En España, parece que muchos líderes políticos ignoran este nuevo marco y se dedican a aumentar los costes generales (más burocracia e intervencionismo, altos costes de seguridad social, salarios, impuestos, etc.). Llega un momento en que el país “no es competitivo” y en vez de ser un reclamo de inversión internacional se convierte en una zona de expulsión de capitales.
Este es el panorama de este inicio de siglo: el Estado nación y la globalización son compatibles y complementarios. Los partidos políticos contrarios a la globalización o se equivocan o pretenden soluciones populistas de autarquía. En el próximo fin de la crisis sanitaria del Covid-19 se va a plantear con toda su crudeza la capacidad y paciencia de los productores para sostener nuestro macro Estado y millones de nuevos asistidos.
Lógicamente, el Estado tiene que financiarse con impuestos para cumplir los limitados fines que solo él puede suministrar, pero el Estado del Bienestar se está convirtiendo en un Estado parasitario a costa de los productores a favor de nuevos millones de asistidos.
La tendencia asistencial es al alza con lo que la indignación de los productores va en aumento, salvo que se produzca un cambio de cultura política. Nueva cultura en la que los políticos, en vez de apoyarse en los asistidos, recojan la representación y los intereses de los productores explotados.
Es falso que la contradicción principal en el tiempo presente, como gusta repetir a los izquierdistas en las sociedades desarrolladas, sea entre pobres y ricos, aderezado ahora con feminismo, emergencia climática e igualitarismo ad nauseam. Hace años que el diagnóstico de debate social y político se centra en la oposición entre productores y no productores.
Ya en 1823, el filósofo francés Henri de Saint-Simon adelantó parte de esta teoría en el Catecismo de los Industriales, en la que sostenía que la contradicción principal en el conflicto de clases no era la que enfrentaba a la burguesía frente al proletariado, sino a los productores (industriales, cultivadores y negociantes) contra los ociosos.
El viejo discurso demagógico y envidioso de los pobres contra los ricos obtiene todavía renta electoral (Podemos, CUP, IU, parte del PSOE), pero lleva casi doscientos años cuestionado en la sociología y en la ciencia política.
El nuevo caciquismo posmoderno compite a la hora de ofrecer los recursos generados por los productores para sufragar subvenciones a millones de personas asistidas. Entre estos últimos no me refiero aquí a los pensionistas, que tienen un más que ganado derecho a su retiro, o a los rentistas, que disfrutan de los rendimientos del trabajo acumulado en el pasado. Me refiero a las múltiples circunstancias asistenciales, desmotivadoras de la iniciativa privada y hasta de la búsqueda de un empleo. Con el beneplácito de los políticos rentabilizadores de votos, los numerosos asistidos se convierten, ellos sí, en una “casta” que usufructúa el esfuerzo y el trabajo ajeno.
Este es un fenómeno no exclusivo de España, pero en nuestra patria se manifiesta con especial crudeza. En los próximos meses asistiremos a una vuelta de tuerca de aumento de deuda e impuestos y, salvo que se produzca una drástica reducción del gasto público ineficiente, los productores terminarán por rebelarse, salvo que surja una propuesta política que recoja la indignación de los productores.
Es de esperar que, en esta ocasión, la solución no sea peor que la enfermedad como ocurrió con la decepción de 2011 de muchos legítimos indignados que obtuvieron más y peor de lo mismo. Un país puede arruinarse por una revolución (como Cuba o Venezuela) o por una mayoría de votantes asistidos que se impone, harta y expulsa a los productores.