Por poco, pero como siempre. Sánchez ha logrado imponer su ley, traducida esta vez en una cuarta prórroga del estado de alarma. Era él o el caos, según decía, y los diputados, en mayoría suficiente, han optado por él. No sin reproches. No sin advertencias, pero finalmente han apuntalado su perspectiva, y defendido su mundo,
una vez más.
El presidente del Gobierno será muchas cosas, quizá algunas de las que dice su Manual de Resistencia, tal vez otras de esas con las que le ataca Santiago Abascal, pero si algo ha dejado claro el jefe del Ejecutivo a lo largo de su carrera política es que es un tipo con aguante. La derecha ya lo sabe: para derribarlo, hay que hacerlo por K.O.
Quizá por eso el líder de Vox ha amagado con una moción de censura contra el jefe del Ejecutivo. Pero el líder socialista está lejos de que le tiemblen las piernas. Parece sostenerse con más solidez de la que sugieren sus apoyos, últimamente tan volubles, pero igual de eficaces que siempre.
El recordado Albert Rivera no quiso formar Gobierno con el PSOE y ahora, tan poco tiempo después -aunque parezcan décadas-, su sucesora emerge sorprendiendo a los suyos y auxiliando a quien podría haber aupado a Ciudadanos -qué diferente sería el país ahora- al frente de la nación.
Sin duda, en este contexto tan dramático que estamos viviendo se están moviendo muchas cosas en la política nacional. El debate del Congreso que hemos visto ha tenido un tono que no parecía alejado del que habría en un debate multitudinario en plena precampaña electoral. En esa partida de ajedrez en la que tanto se meten los políticos, a menudo buscando réditos políticos más que defendiendo a quienes los han elegido, Rufián dice ahora que no a Sánchez, y le planta un jaque: “Sin diálogo no hay legislatura”. Y Pablo Casado, que aún busca su sitio, tantea el futuro asegurando que no apoyará más eso que ha venido apoyando, sucesivas prórrogas del estado de alarma, a pesar de que la emergencia no ha concluido.
Sin embargo, como nada de esto tiene el punch suficiente, ninguna de estas transformaciones en las actitudes políticas de Rufián o Casado hacen realmente tambalear al Gobierno de Sánchez. Como máximo, lo hacen gravitar un poco, desplazarse hacia otro lado ligeramente, pero no le complican la vida ni amenazan su longevidad.
Ni siquiera lo hacen las estadísticas que arrojan una sombría luz sobre cómo gestiona el Gobierno de coalición la crisis sanitaria. Estamos viendo que cada grupo político tiene su propia lectura de la misma, y que unas y otras se encuentran en galaxias diferentes. Y, al final, casi todo, excepto la pérdida de lo irreparable, las vidas, es susceptible de ser leído en una clave o en su opuesta. En este mundo sacudido por el Covid-19 ya no hay datos objetivos; como si casi nada fuera real, hemos llegado a un punto en el que cada uno tiene su propia verdad, sus propios “hechos”.
En medio de esa nebulosa de irrealidad, en medio de este extraño y a menudo cruel estado alarmante que nos somete, Sánchez sigue ejerciendo de consumado equilibrista al frente de un Gobierno que parece sobrevivir a lo que sea. Tendrá que ser por K.O. De otro modo, el tipo del aguante seguirá encontrando esquinas a las que huir; rincones en los que protegerse; estrategias que le permitan darse la vuelta y, en un descuido, seguir derribando a sus rivales.