Nadie ganará esta batalla, porque esta batalla ya la hemos perdido todos, y la derrota ha sido abrumadora e inolvidable: igual de grande —o mayor— que las peores de nuestra historia. Por lo menos, así resulta en términos cuantitativos: treinta mil muertos son el triple de los compatriotas que cayeron en 1921 en el llamado desastre de Annual, una tragedia que cambió la historia de España, y no precisamente para empujarla hacia la prosperidad y la dicha de sus habitantes.
También entonces, aunque el origen del mal fuera muy distinto, hubo quien quiso extraer de aquel revés tan inmenso como aplastante el triunfo de su particular interés. Y es verdad que alguno que otro medró personalmente, incluso acabó habiendo un cambio de régimen, pero la derrota siguió siendo una derrota y su resaca condujo a una guerra civil: el peor fracaso posible para una sociedad.
La extensión descontrolada de la enfermedad, las muertes, el confinamiento y la pérdida de riqueza dibujan los contornos de nuestra derrota presente como comunidad, que lo es también de cuantos ejercen alguna responsabilidad o representación. Ninguno, por más que lo intente, va a convertir en victoria un descalabro, ni a edificar sobre él nada que se tenga en pie.
El aviso vale para quienes creen que esto será la llave para acceder a la mayoría que no tienen, o mejor dicho que tienen perdida por un cúmulo de errores que distan de haber corregido. Pero vale también para esos que dirigiendo ministerios con el apoyo de una mayoría precaria, frágil y trémula aspiran a aprovechar el mazazo del covid-19 para llevar a término, ahora o nunca, sus proyectos de transformación radical de nuestra sociedad.
Más pronto que tarde, quienes coquetean con esa estrategia desgraciada se toparán con lo que una derrota representa: una herida que tiene que ser sanada antes de poder seguir camino, una reducción de las opciones y los recursos, una destrucción de tejido social y de esperanzas que es necesario volver a hilar sin prisa y con esmero.
A pesar de todo, la historia así nos lo prueba, podrán empecinarse en sacar de los escombros la tajada que ansían. Y es posible que la ambición de alguno encuentre recompensa, pero será a costa de todos, o lo que es lo mismo, aumentando el impacto y el coste del desastre para el resto.
Ya hemos permitido antes en nuestra historia que nuestras grandes catástrofes degeneren en otras peores, para beneficio y gloria exclusivos de un puñado de aviesos espabilados. Esta vez deberíamos arreglárnoslas para impedir que a cuenta de la muerte ajena venga ningún listo, de izquierdas o de derechas o de lo que tenga a bien decir que es, a colarnos su producto que no va a devolverle la vida a nadie y tampoco va a promover un proyecto de futuro que nos acoja y represente a todos, sino el mayor acercamiento posible del ascua a su sardina.
En medio del estruendo cacofónico de los sectarismos simultáneos, no nos queda otra que tratar de encontrar posturas y soluciones que sirvan para cohesionar y devolverle las energías a una sociedad malparada. O de esta batalla perdida nos levantamos a una, o una vez más marcharemos, todos juntos, a perder la guerra.