Las protestas ciudadanas en el barrio más exclusivo de Madrid revelan la persistencia de un autoritarismo sociológico latente, aunque ansioso por despertar y extenderse aprovechando la gravedad de la crisis y su inestimable bolsa de sufrimiento y malestar.
La revuelta de los pijos produce más miedo que gracia, por más que la ociosidad de las redes sociales alumbre memes y conexiones semánticas desternillantes para ilustrar a los sans-culottes de la Caye Borroka. La parafernalia de palos de golf, fachalecos, capas rojigualdas, cucharillas de plata y complementos Hermès o Gucci con que bajan a manifestarse “un ratito” los vecinos del barrio de Salamanca puede resultar risible o incluso simpática. Pero lo que subyace bajo esa mínima escenografía de la opulencia es la misma fe reaccionaria y el mismo dogmatismo nacionalcatólico que receló e incluso conspiró durante los primeros años de la Transición.
Un uso torticero de los valores y recursos democráticos sirve de combustible de las concentraciones por parte de sus instigadores y simpatizantes. Apelan a la libertad de expresión para proferir graves acusaciones contra el Gobierno, al que imputan sin rubor las muertes de la pandemia con un capazo de odio como toda carga de la prueba.
Esgrimen los derechos de reunión y de manifestación para saltarse el confinamiento, en claro menosprecio del sacrificio realizado por el conjunto de los españoles durante estos meses de duro confinamiento. Y enarbolan también un sentido privativo y excluyente de la patria y la bandera para intentar convertir en transversal su tentación involucionista, pues no puede calificarse de otro modo una revolución instigada desde las almenas del clasismo.
Las manifestaciones de los milloneti no merecerían comentario alguno de no ser por el tufo totalitario que desprenden. Y no me refiero sólo a sus participantes, sino también a quienes alientan la ensoñación de ver en el griterío de los niños bien ese aleteo de mariposa que acabe propiciando un Vietnam diario en términos políticos e institucionales con el que impulsar el vuelco.
Los más cínicos de entre sus valedores y cómplices comparan estas protestas “espontáneas” con el 15-M, pero basta recordar cuál fue el legado del movimiento de los indignados para desmontar tamaña falacia. El 15-M introdujo en el debate público una cierta sensibilidad frente a las desigualdades y, en particular, hacia las víctimas de los desahucios, así como la necesidad de una mayor transparencia en el funcionamiento de los partidos y más y mejores mecanismos de respuesta en casos de corrupción: los famosos códigos éticos. Sin embargo, es dudoso que pueda trascender algo positivo del corpus emocional e intelectual que inspira a los enragés de Núñez de Balboa.
La frivolidad con que las autoridades de Madrid justifican o alientan las protestas se entiende desde una lógica electoral, pues en ese barrio tienen su gran reservorio de votos y nadie muerde la mano que le da de comer. Pero en estas manifestaciones subyace una intolerancia a reconocer la legalidad, cuando no se ostenta el poder, que de instalarse y validarse como parte sustantiva, y no sólo anecdótica, del debate público sólo puede tener malas consecuencias para la salud física y política de nuestro país. Hay quien juega con fuego en los barrios distinguidos. Un fuego del que nuestra convivencia democrática podría salir chamuscada.