El lunes fue un día extraño en Italia. Por primera vez en más de dos meses las portadas de los periódicos no estuvieron copadas por el coronavirus. La atención se centró en la liberación de Silvia Romano, la cooperante de veinticinco años secuestrada en Kenia hace dieciocho meses.
A su llegada al aeropuerto de Ciampino (Roma), envuelta en un hiyab verde, sus primeras palabras fueron para destacar su buen estado físico y mental, y su conversión espontánea al islam.
Al margen de su decisión de abrazar la religión profesada por sus captores -tomada libremente, como afirma, o favorecida por algún mecanismo de complicidad afectiva con quienes la mantuvieron secuestrada-, merece la pena analizar las dinámicas del secuestro y de la liberación.
No es extraño que en determinadas zonas de África organizaciones criminales y grupos terroristas utilicen los secuestros como forma relativamente sencilla de recaudar dinero. El procedimiento empleado suele seguir un patrón consolidado: un pequeño grupo criminal se encarga de dar el primer paso. Localiza un blanco y lo secuestra. Se beneficia para ello de los contactos que mantiene en el territorio, procurando que la operación no resulte complicada.
Una joven occidental que trabaja en una ONG en una aldea perdida en medio de Kenia, sin protección ni experiencia es un objetivo fácil. La operación subsiguiente ofrece, sin embargo, más incógnitas.
Privilegiar la intervención militar acarrea unos peligros evidentes para el rehén y para los militares involucrados
El valor de rescate del rehén dependerá de la capacidad que sus secuestradores tengan de negociar con la contraparte. En este caso, dicha contraparte es un Gobierno de un país europeo. Pretender dialogar de tú a tú es demasiado pretencioso a menos que se trate de una organización ya consolidada y acostumbrada a este tipo de negociaciones.
Por lo tanto, a falta de contactos a nivel internacional, lo que los captores suelen hacer es vender el rehén a una organización más grande, más estructurada. Quien vende recaudará una suma de dinero satisfactoria para sus pretensiones, normalmente poco ambiciosas pero acordes con las necesidades de su grupo. La organización que adquiere a la persona secuestrada se moverá para exigir una suma mucho más elevada, fruto de su mayor experiencia.
Silvia Romano, con toda probabilidad, corrió una suerte parecida a la descrita, hasta acabar en manos de los terroristas somalíes de Al Shabaab, cuya capacidad y experiencia les permite establecer una negociación más compleja.
En la siguiente fase entra en juego el país del secuestrado. Ingleses, norteamericanos, rusos e israelíes, por lo general, se mantienen firmes en no pactar con los terroristas. Otros no descartan negociar y llegar a acuerdos a fin de salvar a sus conciudadanos.
Ambos escenarios se adentran en terrenos resbaladizos. Privilegiar la intervención militar acarrea unos peligros evidentes para el rehén y para los militares involucrados en la operación de rescate. Los franceses dieron ejemplo de ello cuando, al intentar liberar a su connacional Denis Allex en 2013, fallaron estrepitosamente. El rehén y dos militares fallecieron.
Por otra parte, hubo numerosas operaciones de ese tipo que sí salieron bien. Entre ellas probablemente la más exitosa fue la realizada en 1976 por las Fuerzas de Defensa de Israel en Entebbe.
La actitud de no negociar y no ceder tiene como ventaja la de trasladar un mensaje contundente a los terroristas
A pesar de su peligrosidad, la actitud de no negociar y no ceder bajo ningún concepto a los chantajes de los terroristas tiene como ventaja la de trasladar un mensaje contundente: “no pagamos ni nunca lo haremos”. Enfrentarse a un Gobierno que se niega rotundamente al pago de un rescate hace mucho menos atractivo un rehén proveniente de ese país.
El segundo escenario posible es el de la negociación, procedimiento, por otra parte, nada sencillo. Primero, porque son los terroristas los que llevan el mando y control de la situación. Se permiten dictar los tiempos al retener en sus manos al secuestrado. Segundo, porque los contactos son a menudo fragmentarios y gestionados a través de intermediarios poco fiables.
A esto hay que sumar la presencia de agentes de servicios secretos de países terceros. En el caso que aquí nos ocupa, además de los somalíes, se sumaron los turcos, cuyos intereses en el Cuerno de África son cada vez mayores y menos disimulados.
A corto plazo, la negociación con los terroristas tiene la ventaja de poder salvar al rehén a través del pago de un rescate (aunque eso no siempre ocurre). Sin embargo, se corre el riesgo de generar una imagen de país dispuesto a ceder a las exigencias de los terroristas, poniendo, de esa manera, en la cabeza de cada uno de sus habitantes un precio, y fomentando así un efecto de emulación. Además, el dinero recaudado por los terroristas será reinvertido en comprar armas y financiar atentados.
Cabría una tercera opción, denominada sting operation. En este tercer escenario se mezclan los dos anteriores. Se paga el rescate y se libera el rehén para luego proceder a una operación militar cuyo objetivo es recuperar el dinero y eliminar a los terroristas. De esta forma se consigue salvar a la persona secuestrada y al mismo tiempo no propagar la imagen de un país que se doblega frente a las amenazas y exigencias de organizaciones terroristas. Puede que sea la mejor opción, pero desde luego no es la más sencilla, y por eso probablemente es la menos utilizada.
Entre 1972 y 1989, las mafias italianas se dedicaron al lucrativo negocio del secuestro: 525 personas lo sufrieron
En el caso de la cooperante Silvia Romano, Italia se decantó por el pago de un rescate. La del Gobierno presidido por Giuseppe Conte es una actitud legítima, pero choca con la tradición del país. Los gobiernos italianos de antaño, en pleno apogeo del terrorismo interno, no llegaron a compromisos con las organizaciones terroristas que amenazaban la estabilidad del país.
El acontecimiento más recordado fue el secuestro del presidente de la Democracia Cristiana Aldo Moro por parte de las Brigadas Rojas, el 16 de marzo de 1978. Cincuenta y cinco días después, los brigadistas lo mataron, constatando que todo tipo de negociación era inviable y que la mayoría de los partidos (incluyendo el que Moro presidía) se negaron a pactar la liberación.
En ese mismo periodo (entre los años setenta y los ochenta) las mafias italianas se dedicaron al lucrativo negocio de los secuestros. Se calcula que entre 1972 y 1989, 525 personas fueron secuestradas en Italia (75 tan solo en 1977), la mayoría por la 'Ndrangheta, la mafia calabresa.
Para poner fin a esa lacra se aprobó una ley (la n. 82 de 1991) que imponía el bloqueo de todo el dinero de la familia del secuestrado. De esa forma se imposibilitaba el pago del rescate. Esa norma, al principio muy criticada ya que de alguna manera condenaba al secuestrado a su destino, resultó, a largo plazo, ser acertada y los secuestros fueron desapareciendo.
La liberación de Silvia Romano ha conseguido, como a menudo ocurre con el terrorismo, polarizar la sociedad italiana. Por un lado están los que se alegran por su regreso sana y salva, pero por el otro se encuentran los que lamentan el pago de una elevada suma de dinero a un grupo terrorista.
*** Matteo Re es profesor del máster en Análisis y prevención del terrorismo de la Universidad Rey Juan Carlos.