Madrid ha pasado a la Fase 1 y yo no siento la felicidad desmesurada que me esperaba, ni mucho menos. Me alegro por aquellos que retoman su actividad y dejan de mirar el reloj mientras su economía se va por la alcantarilla, pero a mí no se me mueve nada especial por dentro y eso me jode, porque a mí me gusta la alegría y el entusiasmo por lo más nimio, y mi libertad no es nimia, para nada.
Pero es que mi libertad no sabe moverse en los grises, es de blancos o negros, todo o nada; esta situación de ni chicha ni limoná me aturde y me confunde. Acepté el encierro sin sufrimiento alguno, cumplí el decálogo: deporte, alimentación sana, rutinas, quitarme el pijama. No había nada que yo pudiera hacer por cambiar una situación de mierda, pues vamos a fluir lo mejor que podamos. Sentía que controlaba, o mejor, que gestionaba mi día a día, porque aquí el control lo tiene un bicho invisible, está claro.
Me desplacé a mi solitaria oficina en cuanto fue legal y supe que el bicho ya no estaba en mí. Me urgía, seré sincera, descansar un poco de hijos adolescentes. O un mucho.
El calorcito llegó a Madrid; yo flotaba en mi limbo sin plantearme más allá de lo que haría hoy y mañana. Casa, oficina, casa oficina. No pasamos de fase; bueno, pues no pasamos de fase, qué se le va a hacer.
Me sorprendió, entonces, mi indiferencia, y descubrí que en mi mente no existen bolardos intermedios; solo la línea de salida, que quedaba tres meses atrás, y la meta, de fecha incierta, con los colegios abiertos, la posibilidad de comprar un billete de avión a cualquier lugar del planeta, la ausencia de mascarillas, chorreo de abrazos y besos a tutiplén, bares abarrotados, cenas en interiores y exteriores, comidas de domingo improvisadas, niños en los columpios, sanitarios descansados, ausencia de miedo. Normalidad absoluta.
El primer día que pudimos sacar a los chavales a pasear, madrugamos mucho, me daba miedo encontrarme con una marabunta de familias. Yo, que no he tenido miedo en mi puñetera vida, que me pirro por una calle abarrotada. Caminamos hasta la Gran Vía y contemplamos, incrédulos, aquel vacío imposible. Nos gustó un poco, éramos dueños únicos de todo lo que estaba a la vista. Nosotros y los sin techo que salían de entre sus cartones, mirándonos como si fuéramos marcianos.
Desde hace unos días, el silencio que ocupaba la plaza en la que vivo ha sido sustituido por el murmullo de los que habitan las terrazas hasta las mil. Antes de la cuarentena, me gustaba escuchar a la gente, a los músicos ambulantes. Abría las ventanas, llegaba el buen tiempo y olía a buen rollo. Ahora me sorprendo prefiriendo aquel silencio ensordecedor de los primeros días en los que, después de acostar a los adolescentes, me duchaba con calma, me abrigaba y salía a mi balconcito a observar la nada, quizás a algún vecino que, como yo, buscaba una mirada cómplice que nos contara que estábamos todos en lo mismo y que eso alivia y acompaña. Hacíamos lo único que podíamos hacer.
Me siento afortunada: el virus me trató muy bien, el teletrabajo en mí siempre ha sido una constante, mi familia está sana a más no poder, he sentido a mis amigos cerca a pesar de la distancia, no he engordado, no he estado triste. Yo presumía de haber salido indemne de este sarao, pero es mentira. Ha ocurrido lo imposible y lo imposible deja huella, nos convierte en niños miedosos.
Contra todo pronóstico, la libertad se convierte en fuente de inquietud, encerrados sabíamos resolvernos. Muchos no sabemos cómo caminar sobre estas arenas movedizas; en algún momento o aprendemos o llegaremos a la meta soñada. Paciencia.