En ocasiones, hay que saber quedarse solo. Sucede, por ejemplo, cuando se desatan varias cacerías simultáneas y uno no se siente en condiciones de levantar la escopeta en ninguna de ellas. Sucede, también, cuando a raíz de un acontecimiento cualquiera se ordenan rápidamente las huestes tras sus jefes respectivos, con la disposición a sostener hasta el final, a todo trance y contra todo indicio o evidencia, lo que la corneta dicte para mejor honrar el estandarte que sujeta el abanderado.
A algunos nos resulta difícil, tirando a imposible, sumarnos al empeño entusiasta por hacer materia criminal de los errores de los gobiernos frente a una enfermedad desconocida, a fin de derribarlos y darles aire a unas formaciones de oposición que vienen de perder no hace mucho las elecciones y que parecen más escocidas por su derrota que por el desastre que nos ha caído a todos; en especial a los más vulnerables.
Sea cual sea el color del gobierno en cuestión, y el de sus opositores, confiemos en que los jueces ponderen la excepcionalidad de la situación: el reproche de la ley penal es cosa demasiado seria para hacerlo caer sobre alguien sólo porque no nos inspira simpatía.
Pero también resulta difícil de tragar, a algunos al menos, que sea correcto fulminar, denigrar y poco menos que arrastrar por el fango a quienes en el marco de unas diligencias judiciales, y a requerimiento de una magistrada, emiten un informe en el que interpretan que podría haber indicios de delito y que estos deben investigarse.
Aun considerando discutible su apreciación, y admitiendo que en ese informe hay errores que un control de calidad diligente debería haber subsanado, para combatirlo y desmontarlo existen procedimientos mejores que tratar de echar abajo la credibilidad y la integridad de los funcionarios que lo firman, de su jefe y hasta del conjunto de la institución a la que pertenecen, la Guardia Civil, que acumula 176 años de servicio a los españoles, no exentos de sombras, como cualquier empresa humana, pero repletos de abnegación y sacrificio. Bastaría con razonarlo y argumentarlo en los recursos correspondientes, en el caso, que aún no se ha dado, de que lo respaldara la juez.
¿Y qué se puede hacer, si uno no quiere meter en la cárcel a todo el que ha cometido un error —y le irrita que gobierne—, y a la vez cree que hay que dejar que los servidores públicos hagan su trabajo en conciencia, e incluso que se equivoquen, sin que eso lo enmiende el poder político ni el pulso partidista a través de la purga o el linchamiento expeditivos, sino el propio Estado de derecho a través de los mecanismos de control que las leyes contemplan y tienen el deber de hacer valer los tribunales?
Volvemos al principio: no existe otra salida que quedarse más solo que la una, en mitad de la plaza, cosechando el desdén de todos los militantes y, como mucho, la comprensión muda de los pocos que en estos tiempos exasperados renuncian a serlo. Ya puestos, permítase al solitario hacer una advertencia: ni los que menoscaban hasta la imprudencia a una institución porque algo que ha hecho les molesta, ni los que la elevan a los altares con el cálculo ostensible de utilizarla para mejorar sus números electorales, hacen otra cosa que erosionarla.
Las instituciones deben servir a todos y estar teñidas del color de nadie. Lo supo y lo puso en práctica el que dio forma a esta, hace ya más de siglo y medio. Triste sería que su logro perdurable lo arruinasen las ofuscaciones de coyuntura y las ambiciones desenfrenadas.