El señor obispo de Alcalá de Henares la ha vuelto a liar, resumiendo la noticia. Aunque la verdad es que este señor la lía desde que se levanta hasta que se acuesta, y no es que le conozca personalmente, gracias a Dios o a lo que sea, pero eso es lo hace la gente cuya vida gira en torno a juzgar, prohibir y odiar.
Ya, ya… que los religiosos no pueden odiar porque es pecado. También cuentan los mandamientos que ¨No matarás” y ahí está, entre otros asuntos turbios, la Santa Inquisición, churruscando chavalas y herejes a diestro y siniestro, por poner un ejemplo bien gráfico.
Uno de los propósitos de cada año nuevo del señor obispo es curar la homosexualidad y, perdóneme, pero es que yo no lo veo, ni mucho menos lo deseo. De hecho, tengo una pena máxima porque este julio no se celebra el Orgullo Gay por las calles madrileñas, con lo divertido que es. No voy a profundizar más, porque sería analizar una cuestión tan majara como indignante.
También quiere que las mujeres volvamos a ser vírgenes antes del matrimonio porque las no vírgenes solteras somos un asco supino. Él comparte su fórmula de cinco pasos con tal de conseguirlo, que me recuerda mucho a las instrucciones de los cosméticos, solo que ahí no prohíben abrazos, besos ni acercarte a gente que te provoque ganas de fornicio.
Ay, si este llega a verme saludando a Idris Elba en un garito ibicenco el verano pasado, me tuesta con una cerilla sin pensárselo dos veces. Confieso, señor obispo: estaba yo plagada de pensamientos impuros, cochinos y guarrindongos a más no poder. Ojalá le hubiera pasado lo mismo al actor inglés, pero fue que no. Una pena.
Sobre la segunda virginidad de los hombres solteros no dice nada el señor obispo: mira tú, qué novedad.
Ahora salta con que si las adolescentes se visten provocativas van al infierno. O algo así, que tampoco he querido leerlo a fondo porque se me erizan los vellos con tanto disparate. Habla de las adolescentes pero le encantaría también que las maduritas luciéramos cuello alto de enero a diciembre, lo que pasa es que se ha contenido en sus declaraciones.
Una cosita, señor obispo: si me lee, que sepa que escribo esto solo con bragas y sujetador, en señal de protesta. Y porque el despelote total en la silla de polipiel es incómodo, que si no…
Noticias como esta me revuelven el estómago porque no dejan de sorprenderme y porque los Señores del Odio les fastidian la vida para siempre a muchos humanos. Los que han sido educados en la ceguera, el complejo, el miedo y la opresión no pueden ser felices de ninguna manera.
Quiero pensar que la mayoría contempla estas salidas de tiesto como algo ajeno, surrealista y ridículo, pero no olvidemos que si permanecen ahí, adoctrinando, es porque alguien les escucha. Qué miedo pensar en esos padres que transmitirán el delirio a sus hijos, que esos harán lo mismo con los suyos y que esto no terminará nunca. Que las hogueras encendidas hace siglos acabarán con la normalidad de personas que jamás verán más allá de sus narices, o de sus cruces, o de los castigos autoinfligidos.
El señor obispo me ha recordado a aquella monja de mi colegio de la Costa Brava que un buen día de junio, a principios de los ochenta, nos prohibió quitarnos el pichi de lana del uniforme para quedarnos con la habitual batita de algodón. Era costumbre, pero ella nos contó que “No quiero ver niñas desnuditas por la clase”. Se me quedó la frase grabada a fuego porque a mis diez años vislumbré la oscuridad que se ocultaba tras ella.
Lo que uno dice tiene que ver con lo que uno es. La provocación está en los ojos del perverso. Hágaselo mirar, señor obispo.