“Se cancelan los festejos y verbenas” es, probablemente, una de las construcciones lingüísticas más tristes del idioma. “Prohibido bailar con desconocidos”, dicen en Cataluña, y eso, más que un aviso de miseria, es un síntoma de guerra, porque hubo veces que nos lo quitaron todo, pero el baile nunca.
Tuvimos pena negra y bailamos. Bailamos sin un chavo en el pantalón, sin un duro para la siguiente copa, bailamos con un pitillo prestado entre los labios, apartándolo un segundo de la boca para sonreír -cortejando a todas, al aire, a ninguno- y dar una vuelta salsera; bailamos contra las desgracias, contra las rutinas, contra la parálisis de la oficina, contra todas las terribles dudas. Atrévete-te-te, salte del closet, destápate, quítate el esmalte, deja de taparte, que nadie va a retratarte, levántate, ponte hyper.
Bailamos misteriosamente, con absolutamente nada que celebrar, porque la música fue gratis, porque aún tenemos dos brazos y dos piernas y una cadera que hace más eses que los paisanos del norte. Bailamos atontados, abandonados por un romance, despedidos del trabajo, frágiles, feos, torpes, divertidos, con el amor propio en reconstrucción pero siempre en proceso de emancipación; bailamos expectorantes, bailamos porque existe la muerte y existen formas de esquivarla. O postergarla. Esto es hasta abajo.
Bailamos democráticamente, claro, por toda la pirámide socioeconómica, chunda que te chunda, pero perreamos, al menos, algo mejor que los millonarios, porque ellos siempre tienen más cosas que perder -como el pudor, como el sentido del ridículo, como la contención-, y a este lado hace mucho ya que no entendemos de eso.
Lo cantaba René con mucho flow en aquel temazo de Calle 13: “No se necesita plata pa’ moverse, necesitas onda y música cachonda / no tengo mucha plata, pero tengo cobre: aquí se baila como bailan los pobres”, para luego rematar con un “dicen que eres la reina de todos los rosales, / pero hoy te voy a bajar cuatro clases sociales”.
Recuerdo ese final magnífico de mi comedia romántica favorita, La boda de mi mejor amigo, cuando una Julia Roberts devastada tras fracasar en su intento de boicotear el enlace -“se trata de toda mi felicidad: tengo que ser despiadada”-, se amarga en la mesa de invitados con la mirada perdida, dándole un trago largo al champán.
De repente, una llamada al móvil: al otro lado, su divino amigo gay George, aquí un guapísimo Ruper Everett. “Estoy orgulloso de ti. Y lo estaría aún más si estuvieras bailando (…) Ah, la desdicha, la exquisita tragedia, la Susan Hayward de todo esto. Puedo imaginarte ahí sentada, sola con tu vestido color lavanda… con el pelo recogido y sin probar la tarta. Seguramente tamborileando con tus uñas sobre el mantel blanco de lino, como sueles hacer cuando te sientes realmente hundida (…) De pronto, una canción familiar…”.
Julia se levanta, buscándolo con la mirada. La orquesta, súbitamente, toca I say a little prayer, de Aretha Franklin. Él sigue hablando. “¿Acaso dios ha oído tu pequeña plegaria? ¿Volverá a bailar Cenicienta?”. Lo encuentra en la multitud y, mientras se acerca, su buen amigo le dice: “¿Qué demonios? La vida sigue. Quizá no habrá matrimonio. Quizá no habrá sexo. Pero, por dios… seguro que habrá baile”.
Resume bien ese episodio las conquistas del baile: sus desquites. Sus “venga, va”, sus “no será para tanto”. Pienso en la comunión del baile, en eso que tiene de ideológico, en eso que tiene de tender puentes hacia el otro, como retrataba Yorgos Lanthimos en The Lobster. Les cuento: la película arranca en una sociedad distópica en la que los ciudadanos están obligados a tener pareja. Ese es el “éxito social”, el establishment.
Mientras, en el bosque, hay un grupo de antisistemas radicalizados que, lejos de representar la libertad sexual y emocional, representan el individualismo más feroz. Allí lo que está prohibido es ligarse a alguien: uno nace solo y muere solo en una tumba que cava uno mismo, con sus manos. Su gran expresión cultural es el baile, sí, pero el baile con uno mismo. Los rebeldes se ponen el discman con los cascos y cada uno escucha y baila su música electrónica, sin interacción con los demás. ¿Es el colmo de la independencia? Es el colmo del aislamiento.
Bailar de lejos no es bailar, ya lo decía nuestro Sergio Dalma. Este país no se reconstruirá sin discotecas, sin una mano cayendo por la espalda ajena, sin bares con cánticos, sin gritar una ranchera con el tipo que se apoya en la otra parte de piano del Toni 2, sin darle hasta el suelo con una de Bad Bunny. Sin baffles no habrá alegría.
Necesitamos una buena cumbia con la gente de la calle. Parece esto Arabia Saudí, parece Irán: el baile siempre dio pavor al poder pacato, al poder totalitario y carca. Vale que aquí es para que no nos pasemos los microbios, pero verás tú la gracia. Verás tú quién pone a andar a España sin meneíto.
A mí me gustaría contarle a Quim Torra que mi amigo Brais Cedeira tiene un compadre nocturno del que nunca recordamos su nombre, que aparecía como un murciélago en los viejos sábados del Ocho y Medio: los recuerdo a los dos bailando salvajemente, sin mediar palabra, con las melenas sudadas al aire, como dos cachorros jóvenes que se encuentran en los lenguajes oscuros del ritmo, del salto, del pogo. Sábado tras sábado, paganamente pero con ceremonia. Tú viniste amazónica, como Brasil. Tú viniste a matarla como Kill Bill. Si eso no es política, que venga Sánchez y lo vea. Se lo dice de nuestra parte Joe Crepúsculo: “Inténtalo, apaga este motor en movimiento / mi fábrica de baile / no cabe en tu corazón pequeño”.