Donald Trump, que este año se enfrenta a la necesidad de renovar su mandato en las urnas, se ha quejado amargamente de que a él todo le iba bien, o lo que es lo mismo, que todos los datos económicos de Estados Unidos le permitían aspirar con razonable certidumbre a la reelección, hasta que llegó la "plaga china" y los números y las expectativas de una campaña cómoda y triunfal se le fueron de golpe al garete.
Ha insistido el primer mandatario estadounidense, con lo más aproximado a un gesto compungido que sus facciones pueden ofrecernos, en que han sido los chinos y su plaga malévola los que le han arruinado los planes y le otorgan de pronto opciones a su contrincante.
Resulta enternecedor que un individuo tan asertivo y tan seguro de sí mismo caiga en el viejo error de buscar orígenes ajenos para los reveses propios, en lugar de asumir con alguna gallardía las responsabilidades que en momentos de fracaso les incumbe reconocer a quienes desean mantener alguna estima por sí mismos.
Lo que Trump va a pagar en las urnas —si es que lo paga, que todavía queda partido y en las elecciones que nos ocupan votan los estadounidenses, o mejor dicho determinada porción de ellos, y no los que las comentamos— no es la perfidia oriental, sino la puesta al descubierto de la muchedumbre de precariedades, imprudencias y desequilibrios que comporta el modelo económico y de sociedad que de manera tan vehemente y con tanta intransigencia y no poca arrogancia propugna.
La plaga china —que vaya a saber usted si lo es: ahora nos dicen que ya había restos de coronavirus en las aguas residuales de Barcelona en la primavera de 2019— ha operado como una suerte de ventilador huracanado que ha sacudido con la máxima potencia nuestras sociedades, igual que aquel lobo las casitas de los cerditos del cuento. Ha sido capaz de desbaratar las moradas de los cerditos indolentes, que pensaron que bastaba recurrir a una construcción social de bajo coste y escasa resistencia; no así la del cerdito que se ocupó de dotar la suya de cimientos y muros concebidos para resistir frente a las adversidades.
Desigualdades sociales crónicas, servicios públicos exiguos, una sanidad manifiestamente insuficiente, dolores individuales y colectivos que nadie alivia, ni siquiera atempera; por no hablar de la apuesta ciega por la economía financiera y la ignorancia temeraria de los riesgos y los costes asociados a la destrucción medioambiental, que sistemáticamente quedan ocultos para que no mermen el margen de beneficio de quienes con su actividad y negocio los incrementan.
Todas estas grietas, y alguna más, han quedado vergonzosamente al aire como consecuencia del ataque de un minúsculo paquetito de ácido ribonucleico, que contiene instrucciones capaces de aniquilar el futuro y la salud de un número de seres humanos tanto mayor cuanto más pobre sea la red asistencial que amortigua la zozobra de los desvalidos.
El virus nos ha dicho sin tapujos ni medias tintas lo que cada una de nuestras sociedades es, más allá de las ficciones más o menos burdas que proyectábamos sobre ellas. No es la plaga china lo que amenaza a Trump, sino la inconsistencia de su proyecto, que ignora la cruda realidad con una candidez de iluso que apenas disimulan ya sus maneras destempladas.