Los últimos informes sobre el impacto económico y social de esta crisis invitan a una revisitación más siniestra de los conceptos depresión, vulnerabilidad o desaliento.
El Banco de España ha advertido de que mujeres y jóvenes volverán a ser los paganos del desastre. La OIT ha estimado una pérdida de diez millones de empleos con especial incidencia en los países del sur. Y la OCDE ha acuñado el término "promoción corona" para referirse a los graduados este año y ha alertado de que el virus amenaza el empleo de la próxima generación.
Las coordenadas son desoladoras, pero toda indagación sobre las nociones de crisis, desplome o desastre debería promover también la revisión del significado de audacia, solidaridad o compromiso. Más si cabe tras el último Informe Mundial de la Riqueza 2020, según el cual en España hay 11.000 millonarios más que en 2018.
El aumento extraordinario del número de ricos y sus fortunas, a la par que del número de pobres y su miseria, ha sido una constante en el mundo desde que en 2008 las recetas de austeridad tuvieron como consecuencia un aumento exponencial de la desigualdad y una fractura intergeneracional.
El problema no es que haya más ricos, pues la riqueza suele ser industriosa además de fiscalmente interesante para generar condiciones que nos permitan algún día confiar de verdad en la meritocracia como ascensor social. El problema, en todo caso, es la incapacidad de aprender del pasado.
Si el programa de recortes y contención del gasto empleado para salir de la Gran Recesión no contribuyó a mejorar el mundo, como ha quedado demostrado después de una década, no incurramos en dogmatismos contraproducentes para el estado del bienestar. Una tontería escrita en una servilleta no deja de ser una tontería por mucho que se repita. Y si los jóvenes y las mujeres ya pagaron el pato entonces, con un importante coste en términos de descohesión, desafección y resentimiento social, no volvamos a pasarles la factura o no tendrán ningún motivo para querer reconstruir un mundo que les da la espalda.
No se trata de ser benevolentes, que diría Adam Smith. Basta con ser codiciosos como el carnicero, el panadero o el cervecero, que proveen de alimento pensando en su propio interés.