Los Iglesias-Montero de Galapagar son viajeros en el tiempo. Es la única explicación que se me ocurre, tras barajar muchas y muy diversas, que justifique de manera verosímil su actitud, permitiendo a la vez no presuponerles mala fe, desconocimiento o, directamente, estupidez. Y como yo soy de natural indulgente y benévolo, no concibo atribuirles maldad, ignorancia o necedad. Así que, por descarte, son viajeros en el tiempo y lo voy a demostrar.
Solo un aborigen de tiempos pretéritos podría, en medio de una crisis sanitaria como la actual y a las puertas -si no ya en el vestíbulo- de una económica de dimensiones y efectos aún por calibrar, entretenerse en priorizar un debate social forzado y artificial entre república y monarquía, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y, de paso, los últimos acontecimientos en los que se ve envuelto el Rey Emérito. Sus esfuerzos por desdeñar la Transición y, con ello, la propia constitución del 78 e incluso nuestra democracia parlamentaria, alentando una disyuntiva impertinente, solo puede ser obra de alguien venido desde entonces con una clara intención revanchista.
Solo una mujer que se ha perdido las últimas décadas puede estar convencida de que ha venido a este mundo -y a este país- para marcar un antes y un después, adanista e imperativamente tuitiva, en materia de feminismo. Del feminismo correcto, claro. Tan solo quien ha permanecido ajeno al avance social, a las conquistas de las mujeres que nos precedieron y allanaron el camino, puede sin sonrojarse vendernos como inéditos y recientes derechos que ya eran nuestros, que ya disfrutamos. Solo desde la desfachatez o la bisoñez se puede sobredimensionar un problema para luego presentarse, oh sorpresa, como única solución. Únicamente desde la mentalidad de tiempos pasados se puede tener una idea de la mujer, hoy en día, como alguien mermado, necesitado de tutela y que precisa constantemente ayuda y protección.
Desconozco los efectos del jet lag espacio-temporal, pero la desorientación y conducta errática podrían ser síntomas. Sin duda. Me los imagino descendiendo del anacronópete, recién escondido tras el cartel de “Bienvenidos a Galapagar”, tambaleantes y desnortados, atusándose los cabellos. Pues ya hemos llegado.
“Merced a él”, explicaba Sindulfo García, inventor del artilugio en la novela de Gaspar y Rimbau “puede uno desayunar a las siete en París, en el siglo XIX; almorzar a las doce en Rusia con Pedro el Grande, comer a las cinco en Madrid con Miguel de Cervantes Saavedra -si tiene con qué aquel día- y, haciendo noche en el camino, desembarcar con Colón al amanecer en las playas de la virgen América”. Hoy, de poder hacerlo, añadiría “y ya con el atardecer de ese nuevo día, plantarse con un par en Moncloa y, aturdidos por el ajetreo y gobernando en coalición, reivindicar cualquier causa justa que gozase de actualidad hace no menos de cuarenta años. O seiscientos. Qué más da.”
El día que se les termine el fluido García y envejezcan ante vuestros ojos no tendréis más remedio que darme la razón. Y yo, indulgente y amorosa, como una madre consentidora, os miraré por encima de mis gafas, sin dejar de hacer lo que sea que en ese momento esté haciendo, y apuntaré: os lo dije.