Cada día, en alguna parte del mundo, nace un niño prisionero del arte de contar. Millones de ellos estampan su nombre en un libro, una película o una serie de televisión, pero son muchos más los que naufragan en el mar de la nada. La literatura discurre férreamente encorsetada por las leyes de la selección natural.
El hambre, la riqueza, la educación, la voluntad, la violencia… ¡la suerte! Son las circunstancias que apartan o acercan al niño a colmar su necesidad. Porque basta leer el diario de cualquier gran escritor para darse cuenta de que la gran novela no es un sueño por cumplir, sino una ansiedad que atajar.
En ese camino de servidumbre, suele haber un maestro que encarna un papel determinante. Y la relación con su discípulo puede arrojar mejores historias que las posteriormente garabateadas en un folio en blanco. No es nada fácil escribir la novela del niño que quiere hacer novelas. Porque los tópicos amenazan con encumbrar el prototipo por encima de la realidad.
¡Por eso no olvido la noche en que, desde un butacón granate del María Guerrero, me topé con El chico de la última fila! El libreto de Juan Mayorga -en apenas dos horas de representación- inyecta en el espectador ese cóctel que asola la mente del niño que no sabe lo que le pasa; ese niño que sólo hallará la morfina en el teclado y la construcción de otros mundos posibles.
El niño de aquella noche se llama Claudio y es un escritor en ciernes que encuentra la nieve virgen en una familia de clase media. Le pasa un poco como a Hemingway: para narrar, primero necesita mirar fuera. “¡Mézclate estrechamente con la vida!”, solía ordenar a los jóvenes el Nobel norteamericano. Y Claudio lo hace hasta el punto de quedar obsesionado con las miserias de esa “familia de clase media”. ¿Qué es escribir si no obsesionarse?
Para contener los derrapes almibarados del aspirante, aparece su profesor de Literatura de bachillerato. Le obliga a leer a Tolstoi, a Dostoievski, a Mann, a Hesse… Y le prohíbe a Joyce, que no es mal precepto si se quiere librar de la locura definitiva a un adolescente atormentado.
El profesor empuja a Claudio a las ventanas, al ojo de la cerradura, a las conversaciones espiadas desde el pasillo. Es la mejor forma de atisbar en el otro esas grietas por donde se escapa la vida -y la muerte-: sueños por cumplir, relaciones fracasadas, ilusiones marchitas, envidias injustificadas, celos, ira, amor. Todo eso que un día Shakespeare encerró en una obra de teatro para señalar el secreto de las grandes historias. Todo eso que Mayorga hilvana con destreza en El chico de la última fila.
“Te encanta leer y escribir, ¡qué infeliz vas a ser!”, le dice una mujer a Claudio armada de ironía. “Tienes un don y debes aprender a respetarlo”, le apresta su profesor de Literatura. Entre el “don” y el “respeto” anida la selección natural que empuja al niño a la escritura… o lo entierra para siempre.
No es este texto una crítica teatral, pero conviene apuntar que las emociones anteriormente descritas no existirían sin la poderosa actuación de Guillem Barbosa -el joven que interpreta a Claudio y que muestra la ansiedad mediante un secreto que ahora no toca desvelar-, Alberto San Juan -hace de profesor y es excelente, aunque esto no sea novedad-, Pilar Castro -acertadísima en el difícil equilibrio que va del drama a la comedia-, Guillermo Toledo -el hombre de izquierdas que encarna como nadie al conservador de derechas-, Natalie Pinot -lo hizo tan bien como se esperaba- y Arnau Comas -es muy difícil hacerse el tonto siendo listo-. Sobresaliente, por tanto, la dirección de Andrés Lima.