No todo el mundo tiene lo que es preciso tener para convertirse en un héroe. Muchos menos, para morir siéndolo. O, mejor dicho, para cambiar una vida apacible por una muerte heroica. Eso es lo que le ha sucedido, literalmente, a Alfonso Durante esta semana en Nápoles.
Probablemente este enfermero, que llevaba años jubilado, no buscó semejante trueque. Pero tampoco cabe duda de que, tras una vida entera dedicado a la enfermería, era plenamente consciente de que eso que ha ocurrido, su muerte, era una opción de elevada probabilidad.
Ante el avance implacable del coronavirus en su región, Durante decidió regresar al trabajo con el ánimo incorruptible e insondable que inunda a los sanitarios, ese que los hace fuertes y vulnerables al mismo tiempo. Fuertes porque si no fuera así, ¿cómo sobrevivirían en los hospitales a una pandemia como la que ha transformado nuestras vidas si a su lado no hay más que tragedia? Vulnerables porque el virus no sabe, ni le importa, quién en una centro médico es un enfermo, y quién un enfermero.
Durante, tras su regreso a la actividad profesional, auxilió a muchos pacientes, pero no pudo evitar contraer la Covid-19 en el hospital al que volvió como voluntario, y falleció hace pocos días.
A los que no formamos parte de ese mundo a veces nos cuesta entender la magnitud de la entrega que ofrece el mundo sanitario al que no lo es. El tamaño colosal de la vocación, la imperturbable capitulación potencial a la que médicos y enfermeros se someten por estar ahí, en la línea de combate, luchando al lado de los heridos contra un virus que puede atacarles, sin previo aviso, por la retaguardia, o surgir del lugar más recóndito e improbable.
La Covid-19 ha arrebatado la vida a numerosos sanitarios en todo el mundo. Amnistía Internacional revelaba ya en septiembre que la primera ola había matado más de 7.000 profesionales de la salud. En España, hasta el 12 de noviembre se habían contagiado cerca de 80.000 profesionales de la Sanidad.
En esta segunda ola que atenaza al mundo con incertidumbre, dolor y pérdida -solo ayer se notificaron537 personas fallecidas-, ya no suenan los aplausos ni se observan balcones repletos. Pero continúa la escasez de medios y la de personal en nuestros hospitales.
Del primer zarpazo de la Covid aprendimos muy poco. Tan poco, que nos fuimos de vacaciones y apenas nos preparamos para recibir a la segunda; ni se reforzaron las barricadas ni se construyeron diques: todo siguió igual. De la misma manera que mientras ocurría una tragedia sanitaria a principios de año en China y luego en Italia y aquí nos mostrábamos incapaces de creer que éramos lo siguientes, ahora no parece que estemos observando la situación con la nitidez suficiente.
Porque de la segunda ola tampoco parece que estemos aprendiendo gran cosa: ya se está pensando, en las sedes de los Gobiernos de algunas Comunidades Autónomas y en muchos hogares, qué hacer para colocar al Covid en una esquina, donde no moleste, durante la Navidad. Como si fuera posible pausarlo por causa de fuerza mayor, las fiestas navideñas.
Por supuesto, el virus no se sabe el calendario, ni le tiene el menor respeto a las celebraciones religiosas o a las paganas. Por eso diciembre tiene muchas posibilidades de convertirse en un mes trampa: ese que forjó la tercera ola.
Relajaremos las restricciones -que es Navidad-aún sabiendo (o, al menos, sospechando), que luego llegará enero y que todo será distinto y peor. Sin el impulso de la festividad y los buenos deseos de finales de año, 2021 puede generar un periodo de enorme dificultad. Pero aquí pocos creen que le vaya a a pasar algo malo a él, o a su entorno cercano, así que muchos están dispuestos a arriesgar a cambio de unas horas con amigos y familia, que es Navidad.
No se dejen llevar por sentimentalismos y cuídense de diciembre, el mes más peligroso de un aterrador 2020.