A título individual, la misiva que un grupo de militares en situación de retiro le ha dirigido al Rey es una iniciativa legítima en la que unos ciudadanos ejercen un derecho que les asiste, precisamente, porque a efectos de las leyes vigentes ya no son militares: lo fueron en otro tiempo y por eso ya no les alcanzan las restricciones que les habrían impedido hacer los juicios de valor y las consideraciones políticas que la carta contiene, so pena de verse sometidos al oportuno correctivo disciplinario.
En esa perspectiva, el hecho no tendría importancia: las opiniones son libres y diversas y entre nosotros hay muchos otros que las sustentan en términos exaltados. Tampoco desde el punto de vista individual tiene mayor trascendencia el grupo de WhatsApp en el que alguno de estos jubilados parecía recrearse en imaginar y proponer disparates que ahora investiga la fiscalía y que presumiblemente no tendrán mayores consecuencias. La de despropósitos que a diario se llegan a escribir en esos grupos de WhatsApp donde jubilados y no jubilados dan —damos— rienda suelta a los pensamientos menos estructurados.
El problema viene cuando esos antiguos hombres de armas se arrogan la representación de un estado de opinión entre los que siguen sosteniéndolas y dando el callo en la defensa del país —con todos los riesgos y las limitaciones de derechos inherentes a esa condición—, y cuando políticos de poco seso invitan a la ciudadanía a interpretar en ese sentido las manifestaciones de los guerreros eméritos. Ahí es cuando unos y otros les hacen a las Fuerzas Armadas a las que tanto dicen querer el más flaco favor imaginable, causándoles gratuito e injusto descrédito.
No hay más que ver lo publicado en estos días en la prensa que representa a los sectores más antimilitaristas de la sociedad española: desde los que se alinean con un izquierdismo de trazo grueso, refractarios por inercia y prejuicios a entender el papel de las Fuerzas Armadas en una sociedad avanzada, hasta los que se complacen en despreciar a la milicia porque representa para ellos una realidad que detestan, la España a la que aspiran a expulsar de sus territorios para sustituirla por sus proyectos de corte esencialista, fervor obligatorio y pluralismo exiguo.
Les ha faltado tiempo para decir que esa carta y el chat de marras son la prueba irrefutable de que las Fuerzas Armadas de 2020 no son más que el ejército de Franco apenas remozado, y que todos los que las componen sintonizan con esas ideas. Qué preciosa baza les han regalado, entre los antaño uniformados hoy reciclados en propagandistas políticos y aquellos que se han apresurado desde la política profesional a hacerles la ola.
La falsedad y la ruindad de ese diagnóstico, que tanto les complace formular a algunos, cuenta ahora con la coartada de una carta y de unos comentarios privados incompatibles con el deber militar de neutralidad política. Quienes se abstuvieron de saltárselo cuando aspiraban a ascensos tal vez deberían haberlo pensado antes de hacerlo desde la cómoda jubilación, arrojando la sombra de la duda sobre sus compañeros en activo, a quienes en nada beneficia ni representan semejantes exabruptos.
Alguno tendrá que explicarse ahora ante la fiscalía. No deja de ser significativo que ya haya dentro del colectivo quien dice que los mensajes de chat no son suyos y que le suplantaron la identidad. Por fortuna, el potencial destructivo de su desliz es limitado. Se oponen a él los hechos: quienes hoy están al frente de las Fuerzas Armadas han empuñado las armas con sujeción a las leyes democráticas. No puede decir lo mismo, por cierto, quien está al frente de algún partido de los que quieren marcar como franquistas a muchos por el bufido de unos pocos.