Los Estados laicos y los no confesionales suelen fomentar lo que Rousseau llamaba una religión civil; esto es, todo un conjunto de prácticas y rituales públicos encaminados a definir y cohesionar una comunidad mediante el recuerdo y la épica de sus momentos fundacionales. Exhibir sus banderas, cantar sus himnos, erigir memoriales y visitar sus monumentos forman parte de esa religión civil. Un componente esencial de esta suele consistir en conmemorar sus textos constitucionales convertidos en potentes símbolos de identidad nacional. Y eso es lo que cada año hacemos en España el seis de diciembre.
La celebración este año es una buena ocasión para que hagamos memoria de aquel momento fundacional de nuestra democracia y pensemos todos, y recordemos a nuestros representantes, el compromiso de lealtad que asumieron con su jura o promesa al tomar posesión de su escaño.
En 1978 los españoles decidimos reconstruir el espacio público con un modelo constitucional inclusivo, uno de cuyos valores superiores –no siempre suficientemente resaltado– es el pluralismo; un pluralismo político, ideológico, cultural y territorial del que no había gozado España en toda la edad moderna. Ello ha sido posible gracias a una Constitución que, a impulsos de la actividad legislativa y judicial, ha permitido cambios sociales que ni siquiera pudimos imaginar los españoles que votamos en aquel referéndum: la nuestra es, pues, una Constitución viva. Su apertura y su textura abierta han hecho posible no sólo reconstruir un espacio público roto por una guerra sino también ensanchar los límites de este para poder reconocer y proteger todas las legítimas diferencias que alientan en nuestra sociedad.
Esta capacidad demostrada de inclusión se tiene que acreditar nuevamente en una etapa de nuestra historia en la que han aparecido nuevas fuerzas políticas con reivindicaciones imposibles de encajar en el texto constitucional. La fortaleza de una Constitución se pone a prueba –es tal vez lo más asumible de Carl Smith– en los momentos de crisis. Y ahí estamos.
Nuestra Constitución no exige a ningún partido político y a ningún diputado o senador que comparta el tenor de todos sus 169 artículos, sus disposiciones adicionales, transitorias, derogatorias y finales. Tampoco los millones de españoles que refrendamos el texto el 6 de diciembre de 1978 concordábamos (concordar como acordar vienen de corazón, de cor/cordis) con todo el contenido de la Constitución.
Todos, y especialmente nuestros representantes, tenemos el deber positivo de acatamiento de la Constitución
Ni siquiera los propios parlamentarios que elaboraron el texto –como mostraron los partidos con las novecientas cincuenta enmiendas presentadas en el Congreso– estaban entusiasmados con todos y cada uno de los artículos de la misma. Pero nadie tuvo que renunciar a sus ideas y proyectos más sentidos y no recogidas en el texto. A lo único que nos comprometimos fue a respetar aquel texto mientras no se modificara y, en el caso de reformarlo, a hacerlo de acuerdo con las reglas de cambio que establecimos.
Y esto –la posibilidad de reforma– era y es posible porque, a diferencia de las Constituciones alemana, italiana o francesa que tienen cláusulas de intangibilidad y por tanto de irreformabilidad parcial, la nuestra es mucho más generosa y no pide a nadie –republicano, monárquico o independentista– que renuncie a sus ideales. Así lo vio desde muy pronto el Tribunal Constitucional (STC 48/2003 de 12 de marzo y STC 103/2008 de 11 de septiembre) al explicar –siguiendo al Constitucional alemán con su doctrina de la streitbare Demokratie– cómo la nuestra no es una democracia militante, cuya ley fundamental haya que jurar como juraban los ortodoxos la Vulgata.
Todos los ciudadanos, y especialmente nuestros representantes electos, tenemos el deber positivo de acatamiento de la Constitución, claro está; pero esto, nos dijo el Tribunal, “no supone necesariamente una adhesión ideológica ni una conformidad a su total contenido”. Por eso, cualquier partido político –Podemos, Bildu y ERC, por ejemplo– está en su derecho constitucional de defender la III República o la independencia de una Comunidad Autónoma. Como otros ciudadanos estamos en nuestro derecho de oponernos, con nuestra voz y nuestros votos, a aquellas pretensiones.
Pero esta Constitución, tan denostada últimamente por algunos representantes políticos pese a haber jurado su defensa, tiene un claro núcleo duro que es el que canaliza los eventuales cambios de la misma. Me refiero al título X o De la Reforma Constitucional. El respeto escrupuloso de los procesos establecidos para el cambio es el imperativo categórico de nuestra abierta y generosa democracia. Ese Título es una auténtica línea roja para quienes pretendan cambiarla unilateralmente.
Pues bien, a la vista de la presencia y protagonismo de partidos independentistas o republicanos en la gestión de los asuntos públicos del Estado, la exigencia de lealtad a los mismos ha cobrado una especial significación. Porque cuando sus parlamentarios y altos cargos juraron su cargo lo que hicieron con sus palabras fue asegurarnos a todos los ciudadanos que perseguirían sus objetivos políticos por los cauces establecidos en esos cuatro artículos (del 166 a169 de la CE) y que, como dice el Tribunal Constitucional, no intentarán su transformación por medios ilegales. Y las promesas son fuentes de obligaciones que permiten a quienes las reciben –los ciudadanos– fiarse de lo dicho, hacer sus planes y tomar sus propias decisiones. Esto es, hacen posible que florezca ese auténtico capital social que es la confianza entre los ciudadanos.
Los independentistas deben responder a una simple pregunta: ¿renuncian a la llamada 'unilateralidad'?
Pero si atendemos a los graves hechos ocurridos en los últimos tiempos en España, con declaraciones unilaterales de independencia y vista su disposición, según dicen, a reiterarlas, es legítimo dudar que hayan aceptado realmente aquel núcleo duro de la Constitución que son sus reglas de cambio sin cuyo respeto un partido se sitúa extramuros del sistema.
Agobiados lógicamente por la gravedad de los problemas sanitarios y económicos así como por la urgencia de tomar medidas para superarlo, las autoridades y una parte importante de la opinión pública han preferido mirar para otro lado y considerar que, siendo Bildu y ERC partidos legalmente inscritos y habiendo recibido los votos requeridos para estar presentes en las Cortes, tienen la legitimidad necesaria para ser considerados interlocutores válidos de cualquier acuerdo parlamentario. Ciertamente, y con independencia de la incomodidad que esto represente para algunos ciudadanos, los diputados y senadores independentistas son representantes del pueblo español. Es una muestra de la capacidad inclusiva de nuestra Constitución.
Pero eso no significa que los partidos del arco constitucional deban reconocerlos como copartícipes, como se ha dicho, en el “gobierno del Estado”, si previamente no responden afirmativamente a una simple pregunta: ¿se comprometen a canalizar sus proyectos políticos por las vías constitucionales previstas; esto es, el título X de la Constitución? O dicho más claramente: ¿renuncian a la llamada unilateralidad?
Sin una respuesta positiva, clara y rotunda, a esta pregunta, enredarnos a discutir sobre la legitimidad (que nadie o pocos discuten) de su mandato parlamentario o sobre la necesidad y urgencia de contar con sus votos, es escamotear una cuestión previa capital: la de la confiabilidad que merecen unos partidos cuya estrategia ha sido hasta ahora de clara ruptura del orden constitucional. Y, sin esa garantía de que respetarán ese núcleo duro de nuestra Constitución que es el título X de la misma, los partidos del arco constitucional deberían practicar con ellos una sana política de distanciamiento.
Aclarar esta duda o, en su caso, distanciarse de partidos que siguen empeñados en vivir extramuros del sistema, sería una forma tranquilizadora de celebrar el cuadragésimo segundo aniversario de nuestra Constitución.
*** Virgilio Zapatero es catedrático emérito y ex rector de la Universidad de Alcalá.