Una alfombra de niebla cubría la Plaza Tirso de Molina. No había lateros vendiendo cerveza. Tampoco garitos empalmando el cierre con el amanecer. Eran las siete de la mañana del sábado. El naranja pálido de la polución se llevaba la oscuridad a lametazos.
En las madrugadas pandémicas, sólo pisan la calle quienes resguardan intenciones inconfesables bajo la gabardina. Cuando llegué a mi destino, me topé con un hombre que escondía el rostro tras un pasamontañas y una mujer de abrigo marrón que golpeaba el suelo con los pies para alejar el frío de sus meñiques.
–¿Es aquí?
–Sí, sí –respondieron casi al unísono.
Al principio, hubo silencio. Un silencio estrepitosamente lógico. El motivo de la incursión nos apesadumbraba: nos enfrentábamos al primer zarpazo del invierno y al misterio de las calles vacías… para conseguir la Thermomix del Lidl.
Hacía semanas, un cocinero tan torpe como yo me susurró al oído: “Con ese cacharro guisarás como sólo se guisa en los pueblos de la montaña. Alumbrarás salmorejos como sólo se alumbran a orillas de la Mezquita de Córdoba”.
–Menos lobos, amigo.
–Te lo digo en serio. Tan parecido es el androide del Lidl a la Thermomix, que están en juicio por plagio.
–Venga, compro. Mándame el enlace –le dije.
–No, no, chato. Rara vez los sacan y, cuando lo hacen, hay que estar todo el rato actualizando el navegador a ver si hay suerte. Pero puede ser peor… En ocasiones, sólo se venden en tienda.
–¿Y…?
–¡Se forman unas colas enormes! ¡Hay que plantarse allí de madrugada! Pero merece la pena, no sabes cómo funciona, macho. Cuesta 350 pavos, en lugar de los 1.300 del oficial.
Jamás pensé que el anhelo por conjugar el verbo “emulsionar” en primera persona me habría llevado a una misión tan arriesgada. Faltaba hora y media para que abriera el Lidl. La cola fue creciendo. Un señor gritó: “Me dicen que en el de Leganés sólo van a sacar 38 unidades”.
Un joven atendía a su novia por teléfono, que le informaba de la situación de Sant Cugat del Vallés: “¡Aquí parece que serán más!”. Un carrusel deportivo tan revolucionado como el de las últimas jornadas de Liga. ¡Yo quería marcar gol en Las Gaunas!
Nos fuimos soltando. Una señora apuntó: “Me dedico a la hostelería. En el restaurante, hay varios robots. Los usamos mucho. Funcionan de maravilla”. Un chaval detalló todas las funciones del artilugio. Aquello era inhumano. Pasé menos frío en la última travesía por el monte que hice de adolescente. Una mujer, como leyéndome el pensamiento, asintió: “Llevamos mucho tiempo parados, ahora se nota más”.
La cola ya doblaba la manzana y subía camino de la Plaza Jacinto Benavente; la del negro del WhatsApp se quedaba corta. Los últimos en llegar, dando por hecho que se irían sin recompensa, miraban en Google Maps a cuánto estaba exactamente el Lidl más cercano, el de la Ronda de Valencia.
La policía pasó un par de veces, probablemente asombrada por tal aglomeración. “¡Esto es tremendo! No entiendo cómo no sale en los medios de comunicación!”. Y yo por dentro: “Espere, señora, que a ver si por sacar la libreta me voy a quedar sin lentejas”. Además, cuando los "medios" llegan, muchos callan... y la espontaneidad desaparece.
“Seguro que regalan algo”, susurró un anciano que esquivaba la marabunta. “Lo peor es que venimos a pagarlo”, respondí. Un borracho, a pocos metros, se puso a gritar: “¡Muertos y muertas! ¡Muertos y muertas!”. Para intentar distraerme, leía en el móvil una entrevista a Andrés Trapiello, que narra como nadie la aventura que es Madrid para los que llegamos de provincias. Y tanto, Andrés, y tanto… Jamás pensé que…
De pronto, salió del Lidl un guardia de seguridad. Llevaba en la mano un taco de números. Empezó a repartirlos por orden de llegada. Me dio el "cuatro". El tercero me guiñó un ojo mientras señalaba al medio centenar del fondo: “El esfuerzo tiene su premio”.
Cuando nos dejaron entrar, mis compañeros echaron a correr. “¡Creo que los robots están entre la fruta y el pescado!”. ¿Por qué corrían si ya teníamos el número? Quizá para conservar el aventajado puesto en la cola de pago.
Confieso que corrí como un demente. Pero la maldita Thermomix no estaba entre la fruta y el pescado. “¡En la trasera, donde el garaje!”. Allí sí estaba. Nos calzaron una caja enorme a cada uno entre los brazos. Desde aquel día, como muy bien… pero sufro de los riñones y tendré que dejar a uno de mis hermanos sin regalo de Navidad.