En Plaza Elíptica, enjambre que separa los distritos de Carabanchel y Usera, se reúnen al alba decenas de hombres. La primera furgoneta aparece a las siete, y los hombres la rodean ansiosos. Tres elegidos suben y el furgón blanco desaparece enseguida en la bruma de la A-42. El resto esperan, fríos e inmóviles, que el próximo turno les depare mejor suerte.
La mayoría son inmigrantes sin papeles, dispuestos a aceptar cualquier chapuza por una paga raquítica. Casi siempre los engañan: no les pagan, con la promesa de que el día siguiente volverán a contratarlos, o les confiesan en destino que la paga será la mitad de lo acordado. A algunos incluso los han abandonado a la intemperie tras terminar el trabajo, pero siempre se las ingenian para volver al día siguiente. No tienen alternativa: se alimentan en comedores sociales para poder enviar lo poco que ganan a sus familias.
Francisco Vegallana trabajaba de camarero en un restaurante. “Está en ERTE”, dice, y en tres meses no ha cobrado una sola prestación. En el SEPE (Servicio Público de Empleo Estatal) nadie le coge el teléfono. María Quintanar ha agotado el paro. Tiene dos hijos menores a su cargo y percibe el subsidio de 430 €: “Los niños comen en el colegio, pero no tenemos para nada”.
José Antonio e Isabel tenían setenta y cinco, y setenta y dos años; llevaban cincuenta años casados y tenían dos hijos: Carlos y Javier. El seis de abril una ambulancia se llevó José Antonio al Hospital La Paz, y tres días después, Isabel fue ingresada en el Ramón y Cajal. Los protocolos les impidieron estar acompañados en su agonía. Murieron solos y asustados. Sus hijos, en cuarentena, no pudieron acudir al entierro.
Las Navidades serán anómalas para muchas familias. En nuestro país faltarán más de setenta mil personas a la mesa: mamás, papás, abuelos y abuelas que sus seres queridos vieron por última vez alejándose en una camilla por un pasillo angosto y halógeno. Contábamos con ellos en estas fiestas, pero tendremos que retirar sus platos, reorganizar la mesa para ocupar su sitio, aceptar que hay puestos que se declaran desiertos para siempre.
Ni siquiera los vivos tendrán fácil juntarse. Algunos sí, pero en qué condiciones. Cenarán juntos, claro, porque algo hay que hacer. Pero no habrá langostinos, ni regalos. Con el teletrabajo se acabaron los menús y el restaurante de Alberto no remonta. Tampoco la peluquería de Marta: la gente no sale por la noche y no hay bodas ni comuniones.
A los náufragos de Plaza Elíptica, a Francisco Vegallana, a María Quintanar, a los hijos José Antonio e Isabel, a todos los que han perdido algo en estos meses; a los que dependen de subsidios y prestaciones que no llegan, a los que esperan ansiosos el retorno de sus clientes. A todos ellos les une algo: están ansiosos por reunirse esta Nochebuena a escuchar el discurso del Rey, para después debatir si se sienten monárquicos o republicanos.