De entre todas las desafortunadas decisiones tomadas por los diferentes gobiernos de este país durante la pandemia, y han sido muchas, quizá la más alarmante sea la última: la de no vacunarnos como nos prometieron.
Los ciudadanos llevamos poco menos de un año sufriendo una epidemia de una agresividad extrema. En este período, muchos hemos rezado a nuestros dioses para que dispongamos de una vacuna que prevenga desastres mayores.
Resulta del todo asombroso que, cuando la tenemos, nuestros gobernantes no la administren convenientemente. Cabe preguntarse si es posible gestionar peor esta gran crisis sanitaria.
Nuestro presidente, nuestros ministros y nuestros expertos en Emergencias calcularon con nulo acierto lo que sucedía en China a principios de año. Tampoco interpretaron mucho mejor lo que empezó a pasar en Italia poco después.
Aunque el alud en forma de virus se veía de lejos, a pesar de que los signos que nos enviaba el tsunami sanitario llegaron a asomarse de forma indiscutible, nadie hizo bien su trabajo, ni lo hizo a tiempo, y la pandemia nos arrasó, casi literalmente, en los meses de marzo y en abril del pasado año.
Las comunidades y sus múltiples instituciones tampoco fueron capaces de evitar la segunda ola, que ya ha matado a más gente que la primera, y su virulencia volvió a impactarnos con toda gravedad.
Ahora, tras un esfuerzo enorme por parte de la comunidad científica, que consiguió crear y fabricar la vacuna en un tiempo asombrosamente corto, los ciudadanos observamos, atónitos, como quienes nos gobiernan no la administran rápida, ordenada y eficazmente. Hasta el punto de que Madrid y Cantabria, por ejemplo, sólo han utilizado entre el 5 y el 6,3% de las vacunas que han recibido.
Según las autoridades sanitarias madrileñas, esto ha ocurrido porque "no era la mejor semana" para vacunar debido al puente de Año Nuevo. Parece insólito que no se vacunara a nadie entre el jueves 31 y el domingo 3 de enero, ya que el virus no decidió retirarse a descansar esos días.
Resulta aún más grave si se tiene en cuenta que la cepa británica, que contagia el virus a toda velocidad, lleva ya dos semanas circulando por España.
En nuestro país alcanzamos los dos millones de contagios mientras algunos gobiernos regionales se ven obligados a recurrir a la sanidad privada para intentar recuperar un ritmo de vacunación que se parezca no sólo al comprometido cuando aún no habían llegado las vacunas, sino también al único que tiene sentido: uno constante y determinado.
Sin interrupciones por falta de equipos de enfermería, sin parones por vacaciones.
Se acaban de marchar sus Majestades de Oriente después de comprobar cómo el coronavirus ha asolado a este y a todos los demás países de nuestro entorno. Aquí ya no hay más festejos, ni comilonas, ni regalos.
Ahora nos observa, amenazante, una pendiente de enero que aparece en toda su inmensidad: nunca tuvo un aspecto tan áspero, ni su inclinación fue tan dolorosamente vertical. Ojalá que nuestros gobernantes la enfrenten con más acierto del que han mostrado hasta ahora.