En casa no somos de Papá Noel. Ni de Halloween, ya puestos. Somos de los Reyes, de los Magos y del otro. Y eso, que nos sitúa en la carcundia y el facherío, nos lleva a seguir unos ritos y a ignorar el resto.
Hablo de mi ciudad, pero podría hacerlo de cualquiera. Una cabalgata distópica en una plaza vacía. Los tres Reyes Magos saludan al éter y a las cámaras de la televisión autonómica mientras el frío helador se enseñorea de la ciudad.
Pasa la noche en la que todo pasa y después, mañana de Epifanía, ensaimadas y roscón.
Bajo el árbol, deseos pocos, premoniciones muchas. Restos de 2020 aún por digerir, un montón.
En la caja más grande está la tercera ola y, como piezas con las que montar ese juguete perverso, el anuncio de un nuevo confinamiento, restricciones sin criterio, la vacunación infinita, un ministro de Sanidad que sólo lo va a ser a ratos –¿acaso notaremos la diferencia?–, los hospitales llenos y la sospecha de una temporada turística que no será. Otra más.
Pesa la caja de color púrpura. Toda ella logos de marcas buenas. En algún lugar está escrito que es la de los ricos. La de los muy, muy ricos. El IRPF, el impuesto de matriculación, el de patrimonio, los impuestos sobre las primas de los seguros, las pólizas de coches, hogar y vida, el IVA de las bebidas azucaradas y edulcoradas (¿entrará el champagne Dom Pérignon Rosé Gold en esa categoría?) todos ellos subiendo implacables como un telesilla de la estación de Zermatt.
Las desgravaciones por las aportaciones a los planes de pensiones, por ordinarias (ya saben, ahorrar es de pobres), bajan.
Y como regalos sorpresa, la tasa Google y la tasa Tobin. De las que, sea rico o sea pobre –sobre todo si es lo segundo–, sin duda se enterará.
Con la certeza ahora de que somos ricos sin saberlo y de que eso, así de pronto, no nos hace felices, dejamos el último regalo bajo el árbol, por precaución y por miedo. Debería ser la esperanza, pero quién sabe si llega gravada, o ideologizada, o inclusiva, o quién sabe qué.
Segundo rito: Pascua Militar. Del Rey no esperamos sobresaltos. Y como pedimos tan poco, con eso nos basta.
Como ya ocurrió en Nochebuena, todos los que hicieron votos por cortarle la cabeza cuando aspiraban a tomar Galapagar por asalto –o como mínimo a una casa en zona bien– insisten en dictarle su discurso. Los que suelen quemarle en efigie y le llaman Borbón, también.
Es un acto castrense y toca hablar de las Fuerzas Armadas, de todo aquello que hace que, junto con el Rey, sean de las instituciones mejor valoradas, y de todo lo que se ha puesto todavía más de relieve durante la pandemia.
Pero no, parece que de lo que debe hablar el Rey es de esa melé confusa en la que se une la carta de unos militares retirados al monarca con el chat de otros militares retirados con chivato incorporado.
Con tinta de calamar se une lo uno con lo otro como si fuera lo mismo, y no lo es. Lo primero, un legítimo derecho, la expresión de una preocupación.
En cuanto a lo segundo, ¿de verdad todos sus chats –los de ustedes, me refiero– podrían hacerse públicos sin que nada de lo que han escrito, o contestado, o reenviado, les hiciera sentir vergüenza? Esa gracia que no la tiene, esa ocurrencia soez, ese exabrupto, esa foto, todo cuanto intercambian, ¿lo tendrían por políticamente correcto? ¿Por correcto, siquiera?
Yo no. Pablo Iglesias, tampoco.