Explorando la arriesgada posibilidad de escribir un artículo neocostumbrista sobre el Día de San Valentín, que sigue operativo por raro que parezca, recurrí a El Santoral de Luis Carandell con la esperanza de encontrar pólvora no mojada. El periodista catalán publicó en Maeva 365 breves perfiles biográficos de santos, uno por cada día del año, escritos con su humor tenue y pacífico e ilustrados por Alfonso Ortuño.
Me enteré de que santos valentines hay siete (por sólo una Valentina, virgen y mártir, como Dios manda), siendo el patrón de los enamorados un presbítero y no menos mártir que vivió en Roma en el siglo III después de Cristo y que estuvo en un tris de convertir al cristianismo al emperador Claudio II. Acusado de embaucador, fue ejecutado el 14 de febrero del año 270, no sin antes devolver la vista a la hija, ciega de nacimiento, del juez que le juzgaba. Poca cosa, de momento.
Pero me distraje releyendo el prólogo al libro, en el que Luis Carandell asegura no haber inventado nada en sus vidas y milagros de santos, algunos tan precoces y de maneras tan prometedoras como aquel bebé que rehuía ser amamantado por su madre los días de Cuaresma para cumplir con el preceptivo ayuno. Estos detalles ya no se estilan. El humor de Carandell está presente en la dedicatoria que escribió en mi ejemplar de su libro: "Con el piísimo afecto de…". Y el acento, bien puesto en su sitio.
Pensando en el autor de Celtiberia Show y en el periodismo de la Transición (tan acechado hoy como la Transición misma), entre Triunfo y Diario 16, cuyas redacciones Carandell paseó con sus erguidos andares de cardenal flemático, me vino a la cabeza otro periodista y hombre bueno (rara mezcla), Manuel Leguineche. Pero esa asociación estaba chupada, entre otras razones porque el domingo (quizás como algunos de ustedes) había visto en La 2 el estupendo documental que Imprescindibles le dedicó.
Corresponsal y cronista parlamentario, enviado especial y creador de agencias, volterianos autocontrolados educados por los hermanos de La Salle y los jesuitas, temperamentos libres e independientes, catalán y vasco recriados en un Madrid que amaron sin perder el carácter propio de sus cunas, hábiles ante las cámaras, escritores de varios palos, amantes de la buena vida, Carandell y Leguineche, viajeros, coincidieron en la revista Viajar, que el primero dirigió y en la que el segundo escribió.
También coincidieron en tener casa de descanso y retiro en la Guadalajara alcarreña: Leguineche, en Brihuega; Carandell, en Atienza. Grandes trotadores, tuvieron la sabiduría sosegada de cultivar, como precisamente aconsejaba Voltaire en su Cándido, su propio jardín.
Cuando Carandell murió, en el 2002, Leguineche (que moriría doce años más tarde) le dedicó un artículo en el que le mentaba a don Miguel de Unamuno: "Los periodistas, pobre gente, siempre pendientes de las noticias" dijo el bilbaíno. Pues sí. Esa frase, con segundas, de Unamuno me recuerda a una viñeta de Chumy Chúmez que nunca pierdo de vista (aunque no sé muy bien para qué) sobre mi mesa: "Quien ama la actualidad, perece en ella".
Carandell y Unamuno tuvieron en común una afición infrecuente: la papiroflexia. Y los tres tuvieron otra muy de taberna: jugar al mus. De Unamuno trascendió más su pasión por el ajedrez, pero una cosa es tener un sentimiento trágico de la vida y otra muy distinta es renunciar a los envidos y a los órdagos cuando el jugar y el vivir te ponen la ocasión a huevo.
En su Imprescindibles, Leguineche terminaba diciendo: "Lo único que pido es bondad en la gente". La bondad, no dice usted nada. Los periodistas aseguramos que buscamos la verdad, que tiene muchos partidarios y muy pocos hacedores. Más nos valdría a todos ambicionar la bondad. Incluso durante las campañas electorales, tan privadas de la una y de la otra. Y que en vez de esta tontería sacadineros del Día de los Enamorados se instaurara el día de las Buenas Personas, como Carandell y Leguineche.
Se busca santo patrón, a ser posible capaz de conseguir muchos likes.