Lo peor de esta pandemia que lo ha cambiado todo son las muertes. Tanta gente que no debía morir, al menos no todavía, sucumbiendo a un enemigo invisible e inesperado. Igual de trágico ha sido, está siendo, soportar no ya la propia muerte, sino una peor: la de tu pareja, tu hermano, tu hijo, tu gran amigo.
En vez de felicidad y diversión, el 2020 trajo muertes, decenas de miles sólo en nuestro país, que nadie había previsto que se producirían. Nunca sabes qué va a suceder mañana, o esta tarde, ni cuál va a ser tu último día, ni tu última caricia; eso a veces lo olvidamos, a menudo dando por sentado que no ocurrirán cosas (otra guerra mundial, un virus desconocido, una sublevación de la naturaleza) que, en realidad, para nuestro asombro, sí se producen cuando se dan las circunstancias.
Bill Gates vaticinó esta hecatombe vírica en su famosa intervención de 2015. El genio de Seattle nos avisa ahora de otra gran tragedia. Y, avisa, sólo tenemos un suspiro (tres décadas) para corregir el cambio climático que continúan generando nuestras excesivas emisiones. De otro modo, avisa, estamos condenados.
Por supuesto, casi nadie cree a Gates ni se valoran en la medida adecuada sus predicciones, tan frecuentemente acertadas. Hay quien observa a este filántropo e innovador con tanta envidia que hasta lo hacen responsable de la pandemia, en una de las múltiples versiones conspirativas que ruedan por el mundo para intentar explicar el desastre actual.
El coronavirus ha dejado otro gran drama. El del elevado número de heridos, pacientes que han conseguido doblegar el ataque del coronavirus, pero que lo han hecho con un notable coste en salud. Enfermos que han sufrido un ictus, o que necesitan un suministro de oxígeno adicional para seguir respirando, o que han perdido su capacidad de concentrarse, o buena parte de la memoria. Ciudadanos a los que ha noqueado la Covid, gente que ya no es quien era.
La epidemia, en otra de sus perversas consecuencias, ha provocado también una debacle económica, todavía amortiguada artificialmente, de la cual sólo se ve una parte. Pero la observaremos más pronto que tarde en toda su magnitud.
Pero hay, claro, otras consecuencias, algunas de las cuales no se están valorando lo suficiente porque surgen en un ámbito más sutil. Sin embargo, su importancia no es menor.
Entre ellas destaca la tremenda normalización de la soledad. Esta asfixiante mutación de la vida en algo fundamentalmente individual. Hace tiempo que no se junta nadie, o casi nadie. Tampoco las familias extendidas. Ya ni siquiera lo hacen para perder el tiempo juntos. Los primos hermanos se están convirtiendo, inexorablemente, en extraños. Quién lo hubiera sospechado.
Resulta aún más angustioso el tiempo perdido de los abuelos con sus nietos, un conjunto de encuentros irrecuperable porque ambos se están transformando en otros, y lo están haciendo sin ese roce ni ese desgaste que contribuye a que la forma de los dos sea la que es, y no otra.