Que un artistilla malcriado pueda rapear sobre un escenario, con mejor o peor swing de caderas y aspavientos, cualquier ripio cochambroso que se le ocurra, me parece, no ya justo, sino necesario.
La libertad de expresión, qué cansino es repetirlo constantemente como si fuera el estribillo de la canción del verano en la radiofórmula local, es para todos: para el intelectual brillante y el vecino del quinto, para tu amigo el espabilao y tu cuñado piripi en Nochebuena, para el que te da la razón y el que te contradice. Es para Hasél -cómo me duele esa tilde- y para la niña del carmín de Falange, para los mandos jubilados que hablan en un chat de fusilar ciudadanos y para los prófugos que gritan “matad a un puto guardia civil”, para el que hace un poema satírico a la ministra cuqui y el que le hace una canción a las Infantas.
Si se defiende la libertad de expresión, digo, se defiende para todos. No solo para los que dicen lo que te gusta escuchar. Porque eso, en realidad, es todo lo contrario: defender la libertad de expresión solo de unos es defender la limitación de ese derecho a otros. Es atacar la libertad de expresión.
La libertad de expresión no se puede defender solo un poquito. O solo para unos. O se defiende o no se defiende. Es como estar embarazada, o se está o no se está. Defenderla implica hacerlo también para los idiotas, los desinformados, los maliciosos, los ignorantes, los oportunistas, los interesados, los destalentados, los jubilados ociosos enfadaditos y los raperos destalentados y arrabaleros.
Ahora que ya tenemos claro lo que es defender la libertad de expresión y lo que no lo es (confío en vosotros, soy optimista), vamos a complicarlo un poquito más: se puede estar a muerte con la libertad de expresión y entender que Hasél entre en la cárcel. Porque no lo hace por rapear, no por tener más o menos gracia con la rima asonante, no por injurias a la Corona. Lo hace por acumulación de condenas.
Si la inocente criaturica no hubiese amenazado, allanado, agredido, resistido a la autoridad, enaltecido el terrorismo y, sí también, calumniado e injuriado a la Corona y otras instituciones del Estado, si no hubiese hecho todo eso, digo, sintiéndose impune e irresponsable, no habría entrado en la cárcel a cumplir una condena ya rebajada y tras haber sido sido suspendida otra. Así que sí, se puede estar a favor de la libertad de expresión y a favor al mismo tiempo de que Hasél no se sitúe por encima de la ley, de ese conjunto de normas cuyo cumplimiento y respeto nos separa de la barbarie.
Vamos a complicarlo aún más. Salir a defender la libertad de expresión quemando contenedores y vehículos, agrediendo a policías y prensa, rompiendo escaparates y mobiliario urbano, asaltando tiendas de lujo, comisarías y redacciones, tiene muy poco de defensa de un derecho fundamental y universal.
Es puro barbarismo y cerrilidad. Y uno no puede estar de parte del salvaje nunca, mucho menos desde un cargo público. Mucho menos aún si se forma parte del Gobierno. No condenar estos actos es despreciar la democracia y, desde luego, no es defender la libertad de expresión. Alentarlas desde las redes, como ha hecho Echenique en un ejercicio de irresponsabilidad, mezquindad y ausencia de espíritu democrático difícil de superar, ya es miserable.
La discusión pública sobre leyes y sentencias que coercen el ejercicio de la libertad de expresión es necesaria y urgente. Casos como el del juez retirado que publicó un poema sobre Irene Montero, el de la revista satírica Mongolia, el del colectivo Homo Velamine, el del columnista Juan Antonio Horrach o la pretensión del Vicepresidente segundo de controlar los medios, nos lo recuerdan. Pero eso no implica que tengamos que estar de acuerdo con que ciertos personajes se sitúen por encima de la ley o que debamos tolerar la violencia.